La otra parte (fragmento)Alfred Kubin
La otra parte (fragmento)

"Al fin y al cabo, hacía ya seis meses que empezaba a familiarizarme con el gran enigma de Patera. El anciano profesor tenía razón en muchos aspectos. Todo el País de los sueños vivía bajo los efectos de un hechizo, y en nuestras vidas los planos terroríficos alternaban con otros de innegable estirpe humorística. El Amo se ocultaba en realidad detrás de todo y, de manera misteriosa, solía manifestarse con una frecuencia superior a la deseable. La idea de que él manejaba a casi sesenta y cinco mil soñadores no podía desecharse tan fácilmente, por monstruosa que pareciera. Me era imposible precisar dónde quedaban los límites de su poder, pues llegué a tener pruebas suficientes de que sus impulsos alcanzaban también a todo el mundo animal y vegetal. En el fondo, todos conjeturábamos esto y lo aceptábamos como una carga impuesta por el destino. El problema era tan confuso que ni siquiera el espíritu más sutil y lúcido conseguía adivinar su esencia. La naturaleza de Patera era tan insondable e inconcebible como la fuerza que, en el País de los sueños, nos tenía convertidos en marionetas. Sin embargo, ésta se manifestaba en cualquier nimiedad. El Amo manipulaba nuestra voluntad y turbaba nuestra razón, sirviéndose de nosotros como de súbditos guiñolescos. Pero ¿con qué fin? No teníamos que pagar ningún impuesto ni creábamos nada para él. Cuanto más pensaba en el problema, más oscuro se me hacía. Teníamos la seguridad de que el misterioso personaje padecía de epilepsia y todos compartíamos sus ataques: ése era el Arrebato. Envejecería y moriría, ¿qué sería entonces de nosotros? ¿Se extinguirían con él todas las chispas de nuestra propia vitalidad? En realidad, lo necesitábamos simplemente para no sucumbir. ¿De dónde le vendrían sus inmensas energías? ¡Y pensar que aquí vivía el remanente de una tribu antigua y distinguida, cuyas costumbres eran diametralmente opuestas a las nuestras! ¿Qué relación tenía esta gente con el Señor? Los ancianos se pasaban horas enteras con la mirada fija en la lejanía, o se inclinaban durante días sobre cualquier pequeñez: piedras, huesos, plumas.
Como no se reían nunca y casi no hablaban entre sí, los ojizarcos eran la encarnación del más perfecto equilibrio. De ello daban testimonio la extrema mesura de sus gestos y sus mismos rostros arrugados, que llevaban el sello de una gran fuerza espiritual. Su indiferencia, rayana casi en lo inhumano, les daba cierto aire de agotamiento y nulidad. «Interés desinteresado» son las antitéticas palabras que acuden a mi mente cada vez que pienso en ellos, y yo mismo seguiré sintiendo su magia hasta que llegue mi última hora. No me atrevía a decir nada concluyente sobre su edad. Pese a la expresión senil de sus rostros, aparentemente inaccesibles a cualquier sentimiento, no podía sacar nada en claro de sus miradas que, en cierto modo, parecían iluminadas por un fuego interior. Sus dentaduras también se hallaban en perfecto estado, sólo el resto de sus cuerpos era enjuto y casi tan descarnado como un esqueleto. Su número apenas debía sobrepasar la cincuentena. En tres oportunidades pude observar cómo enterraban a sus muertos, constatando entonces las profundas diferencias que los separaban de los anacoretas tanto cristianos como budistas. Los cadáveres eran envueltos en mortajas, colocados en la tierra y cubiertos de musgo y hojas; a continuación llenaban la fosa con tierra. Cada cual era sepultado junto a la choza en que había vivido; no se colocaba señal alguna sobre la tumba y el suelo era nuevamente allanado. No había lamentos ni oraciones de ningún tipo. La simple observación de estas curiosas prácticas me resultó muy provechosa. "



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