La mano en la trampa (fragmento)Beatriz Guido
La mano en la trampa (fragmento)

"La luna se reflejaba en el espejo, y el espejo devolvía su luz, más poderosa aún, a todos los rincones del cuarto. Lo busqué por todas partes; no fue en la cama donde primero atiné a mirar. Como si fuera un animal lo que buscaba, recorrí primero el piso y las paredes; encima de los muebles, cargados de telas brillantes y puntillas; en las paredes cubiertas por fotografías con marcos de plata que irisaba la luna. No lo busqué en la cama, quizá para no encontrar así, tan de golpe, mi propio cadáver. Porque allí estaba yo: no tenía dudas. Pude verme sobre esa cama, más pálida que las sábanas; el cabello suelto sobre las fundas de nácar. Mi mismo respirar, lento, y agitado a la vez. Me vi como me había visto varias veces en las fotografías de la sala. Y mientras Miguel me bajaba, recién entonces comprendí que no era mi cuerpo el que había visto extendido sobre la cama, ni era tampoco mi propia imagen la que me había asustado, sino lo que yo podría llegar a ser si me encerraba en un cuarto durante veinte años, como mi tía Inés Lavigne.
— ¿Cómo es? ¿Lo viste? —me preguntó Miguel ayudándome a salir del montacargas,
— ¡Bah! Es un enano cualquiera...
Aguardé la llegada del cartero. Frente a todas mis suposiciones había una que las desbarataba por completo: Inés escribía casi todas las semanas desde Estados Unidos, desde un lugar llamado Alcatraz. ¿Cómo se las habían ingeniado para mantener durante tantos años, una correspondencia semanal tan fiel y precisa?
Cómo interceptar esa carta fue mi objetivo en los días que siguieron.
Mis siestas cambiaron de lugar: ya no era en la glorieta de las glicinas ni en compañía de Miguel —pasaba dando vueltas alrededor de la manzana con su rugiente motoneta—, sino en la galería de la entrada.
Extrañas señales de desconcierto me hacía Miguel sin atreverse a entrar, desafiándolo, lenta, corno un reto, continuaba horadando una sandía. Me hace daño recordar esas largas siestas de verano; el sueño de hombres y animales vencía todo posible acontecer.
Un día vi llegar al cartero en bicicleta; me adelanté hasta la reja del portón para enfrentarlo.
— ¿Carta de Estados Unidos? ¿Quiere las estampillas?
— Cuidado, romperá el papel del sobre...
— No se preocupe... Ésta es para mí.
— Todos los viernes, ¿eh? Yo conocía a su tía. Usted se le parece.
Guardé la carta contra mi pecho y corrí a encerrarme en mi cuarto.
Estaba escrita en inglés; necesité del diccionario para traducirla:
"Señora María Mercedes I. de Padrós.
Preciosa mía, botón de manzana:
La foto que me mandaste es de hace veinte años. ¿No te atreverías a sacarte una desnuda para tu amorcito? Me harías tanto bien... Aquí, todos los muchachos tienen una de sus mujeres, las legítimas; no nos la prestan ni por todo el oro del mundo. Seguí tu consejo y no quiero volver "al cajón" (creo que debe tratarse del calabozo), como en el 43. Tu "Papito" es un buen chico. Ahora me pasaron a la carpintería. ¿Quieres que te mande un cajón para que guardes por las noches tu maquinita de bordar? Decías bien: si salgo antes de que se cumplan los cuarenta, quién sabe por qué camino agarro, y todavía termino en la "silla plateada" que va al paraíso. ¿Qué me aconsejas, linda? Los muchachos no pueden creer que el otro día cumplimos diecisiete años de correspondencia. Uno se acostumbra a todo. Estos diecisiete años me parecen un día. Además, aquí no te mandan a la guerra. ¡Suerte que allí donde estás se come bien. No pierdo la esperanza de que se encuentre el dinero de la finada; entonces con guita me arreglo para sacarte y traerte a lo de tío Ralph. Alguna vez comerás los "hamburg de bronx", eso no lo dudes. Mándame el sweater que me prometiste. Me muero de frío por las mañanas, cuando me hacen lavar el patio del director... "
No seguí traduciendo. Rompí la carta y la quemé en el lavabo del baño.
No sé cuánto tiempo permanecí tirada en la cama con los ojos abiertos. Ya no tenía dudas. No pude ver el nombre del remitente, pero, seguramente, era de "Mr. Smith", un condenado a cadena perpetua, que jamás había visto a Inés. Por una simple y circunstancial correspondencia —de esas que propician ciertas sociedades piadosas divulgando: "Salve usted a un condenado". Elija su cárcel: Estados Unidos, Francia. Sálvelo. Usted, sólo usted podrá salvar un alma—, alguien, en mi casa, inició esa correspondencia que se prolongó durante casi veinte años. "



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