Lo imborrable (fragmento)Juan José Saer
Lo imborrable (fragmento)

"Podría suponerse que lo dice complacido, pero hay más alivio que placer en su expresión. Como parece esperar grandes cosas de mi persona, el hecho de haber sido reconocido sin verse en la obligación de dar demasiados detalles sobre sí mismo debe simplificar su estrategia y facilitar las maniobras de aproximación. Es evidente que quiere pedirme algo, y la prueba de que no va a obtener nada es que se le haya ocurrido pedírmelo precisamente a mí que hasta hace un par de meses nomás estaba hundido hasta los tobillos en el agua negra del fondo, y que todavía hoy llevo las manchas de barro reseco en las botamangas del pantalón. A menos, y los ojitos afligidos parecen confirmarlo, que el agua negra se lo esté tragando también a él, y a causa de haber visto en mi cara los rastros del hundimiento reciente –las manchas resecas de las botamangas–, haya decidido sacar partido de mi experiencia. La cosa es que nos quedamos inmóviles en la vereda desierta, en el anochecer de invierno, bajo los letreros luminosos de todos colores, mirándonos, ya sin total desconfianza de mi parte quizás –tendría que pensarlo mejor– y que me cuelguen si no empieza a abrirse paso en mí la sensación abominable de que esa cara un poco blanda que incita a la crueldad, aunque no nos parezcamos en nada, es en cierto sentido la mía que se refleja en un espejo.
[...]
Y la conversación se despliega, si podemos llamar a esto –su insistencia poco disimulada y ansiosa, la altanería paródica de que me valgo para ocultar mi indecisión– una conversación. Según Alfonso, tiene ganas de conocerme desde hace mucho y, cinco o seis años atrás, por el setenta y cuatro más o menos, cuando extendió la distribuidora al norte de la provincia y a Entre Ríos, pensó en proponerme la dirección de la nueva zona, con un porcentaje sobre las ventas, prebenda justificada, según él, por mi prestigio intelectual, del que debían emanar beneficios comerciales indiscutibles. Un nombre, dice, por caro que se lo pague, siempre reditúa. Pero las cosas se emputecieron –es la palabra que emplea–: en el setenta y cinco se descubrió que uno de los vendedores utilizaba la distribuidora como pantalla para hacer circular propaganda de una organización clandestina –Alfonso baja la voz y mira para todos lados cuando me hace estas confidencias– y en el setenta y seis el ejército secuestró a una pareja de vendedores, marido y mujer, que no tenían nada que ver con nada y que nunca más volvieron a aparecer. A él mismo lo detuvieron una semana en un regimiento, hasta que un pariente militar obtuvo que lo dejaran en libertad. "



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