Por donde se sube al cielo (fragmento)Manuel Gutiérrez Nájera
Por donde se sube al cielo (fragmento)

"Lo único grave en esas circunstancias era el papel de lío que tuvo la imprudencia de arrogarse. Los modales y los caprichos de su sobrina le aterraban, pero, sobre todo, la causa más grande de sus inquietudes era la creciente intimidad que ya existía entre su alegre Magda y la familia Lemercier. La soledad misma de la playa había contribuido grandemente a anudar tan riesgosas amistades. Provot, inquieto y pensativo, había llegado a sospechar que Raúl enamoraba a Magda. Y, francamente, el caso era muy grave. La conciencia de aquel viejo, tan fácil y contentadizo cuando se trataba de los placeres propios, solía tener rebeldías bruscas y austeridades inauditas en tratándose de otros. ¿Hasta qué punto podía conciliarse con su honor el malaventurado ardid que puso en práctica? Bien considerada, era ésta una engañifa miserable. Merced a ella, robaba la estimación de una familia honrada y la hacía entrar en comercio con una actriz famosa por sus extravíos. Esto era innoble, de todo punto innoble. Con este proceder bellaco de fullero, se había liado de pies y manos, sin encontrar salida. El amor de Raúl era otro obstáculo: podía desvanecerlo nada más con una frase, pero ¿cómo decirla sin deshonrarse de una manera lastimosa? Su egoísmo no aceptaba tal idea y, valido de ello, se enredaba el embuste más y más, como una gran maraña en movimiento. Ya Provot renegaba de tal viaje y, tras cuatro semanas de inquietudes, iniciaba el regreso deseado. Pero Magda, que en los primeros ocho días se había aburrido lamentablemente, comenzaba a tomar sabor a aquella vida y se negaba rotundamente a abandonarla.
Con efecto, Magda debía experimentar lo que Dumont d’Urville en la Oceanía, y el doctor Livingstone en el centro del África. Aquellas sensaciones le eran desconocidas por completo. ¡Vivía la vida del hogar al lado de una anciana cuyas palabras le iban dejando en el turbado espíritu un sedimento de convicciones religiosas; junto a una joven, candorosa y casta, que estaba destinada a los placeres inefables de la vida íntima; galanteada recatadamente por un amante soñador, que no reconocía las aguas turbias de su pasado vergonzoso, y que soñaba con hacerla prometida, esposa y madre! Aquella pobre niña, que tantas veces había sido amada, era estimada por primera vez. Volvía a sentirse buena y casi honesta, como en los días serenos del colegio, y en su pueril fascinación se imaginaba que todos los episodios deshonrosos de su vida se borraban y desaparecían, como si la mano de algún ángel pasara la esponja húmeda sobre su lienzo maculado. ¡Pobre Magda! Salía lozana y fresca de aquella inmersión brusca en la virtud, como las alas de los pájaros aparecen más tersas y lustrosas cuando la lluvia cae sobre sus plumas. En su cerebro inquieto y ligerísimo no cabían ideas lúgubres ni temores negros; creía tan fácil su regreso a la virtud, que sólo dependía de una palabra suya, tan fácil y sencillo como el decir a su cochero en la Calzada y en el Bosque: «¡Vuelve a casa!». ¡Pobre niña! La ruta estaba llena de precipicios y barrancos; la corriente impetuosa de las aguas, arrastrando los troncos descuajados, desmoronó los puentes del camino; oscura, muy oscura era la noche: no podía distinguirse en lontananza la hospedadora luz del caserío, y ella, cerrando sus hermosos ojos, miraba libre y expedita aquella vía, ponía un sol en el cielo y flores en el campo, barcos en el hinchado río y puentes de granito en las montañas… ¡Pobre niña! No era viciosa por temperamento ni mala por carácter; sus costumbres desarregladas habían embarazado el crecimiento de los instintos sanos sin destruirlos. Las aguas eran oscuras y cenagosas en la superficie, pero azules en el fondo. ¿Quién dirigió su niñez ni enderezó sus pasos? ¿Quién quiso defender su juventud en esas horas de suprema crisis, que tienen voz como la tempestad y seducción como el abismo? Ataron una venda sobre sus párpados de rosa, y le dijeron: «Marcha». En el horror intenso de la oscuridad, marchó difícilmente. Sus pies se desangraban, y en vano solicitó, con las tendidas manos, el muro en qué apoyarse. Abajo se exhalaba un delicioso olor de rosas frescas. Magda anduvo temblando algunos pasos: sus músculos, ya flojos, estaban necesitados de reposo; tenía sed de frescura y, creyendo acostarse sobre rosas, dejó caer su cuerpo frío descoyuntado. El cuerpo inerte descendió al abismo sobre un tapiz de lirios blancos y de camelias rojas. Y como la oscuridad era profunda, como la noche había cenado y la venda oprimía sus párpados de rosa, pensó la niña en regresar a casa; quiso volver atrás los pasos, desandando lo andado, para sentir el amoroso fuego de la chimenea, aspirar el olor de la frugal comida y oír, acompasado y cadencioso, la tenue respiración de los chicuelos, dormidos y abrazados en la cuna. Y no veía que la barranca enorme encaramaba al cielo sus paredes, formadas de peñascos agrupados, como una tempestad hecha granito; que no colgaba escala alguna de las rocas, y que las aguas, engrosadas y furiosas, precipitándose en avenida gigantesca, iban a arrebatar su cuerpo inerte. "



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