Patas de perro (fragmento)Carlos Droguett
Patas de perro (fragmento)

"Escribo para olvidar, esto es un hecho, necesito meter un poco de tranquilidad en mi alma, necesito descansar, necesito dormir, Dios sabe, sólo Dios sabe que hace diez meses que no duermo, aunque él tampoco dormía, bien lo recuerdo. No puedo dormir, no puedo olvidar, no puedo olvidarlo, sólo por eso escribo, para echarlo de mi memoria, para borrarlo de mi corazón, tal vez después decida morirme o no vivir, porque él, su figura menuda y pálida, con ese aspecto sucio del sufrimiento, era lo único que me ataba a este mundo, a esta silla, a este trozo de madera en que escribo, pero lo olvidaré, escribo para olvidarlo, sé que lo destruiré totalmente, como él me destruyó sólo con salir corriendo aquella tarde. Él bien sabía que yo lo necesitaba, sabía, como lo sé yo y me lo digo a veces, que él me necesitaba, que yo era su mundo, como él era el mío. ¿Por qué salió huyendo, entonces, sin siquiera entregarme su mano, sin rozar su rostro fugaz, su puñado asustado de pecas contra mi barba canosa? Yo sabía que él estaba llorando ahí afuera, lo presentía, más bien, mientras sentía mis propias lágrimas, días más tarde creía oírlo sollozar todavía en el suelo frío de la cocina, ahí, en ese rincón amable que él limpió con el roce de sus piernas durante muchas noches. Llegó como se fue, sin motivo, sin explicaciones, casi sin lágrimas, sin sollozos, una soledad lo trajo y otra soledad se lo llevó, me he quedado solo, completamente solo, porque ahí está el gastado rincón de baldosas donde dormía, pues nunca quiso usar la cama que juntos fuimos a comprar a la feria, ahí está su plato, duro y hostil de puro inservible, como si él jamás hubiera pasado por el pasadizo, golpeado la puerta de la calle, echado por la ventana su risa, esa risa áspera y desolada, sin embargo alegre, cuando le advertía: ¿Sabes? ¡Mañana es sábado! Entonces se desgranaban sus risas desde lo alto de las ramas y lo veía revolar y estremecerse sus piernas que rodaban con él por el suelo, ahí está su ropa, sus tejidos de lana para el invierno, sus gorras, sus bufandas. Dios, qué modo de comprarle ropa, qué empecinamiento de conservarlo tibio y preservado junto al fogón, en pleno fuego de la fiebre, qué horror al frío, al espantoso y solitario frío, al horrible invierno abierto, y comencé a comprarle ropa a montones y él se reía cuando me veía llegar con los enormes paquetes que no cabían por la puerta y se trepaba en ellos y se zambullía en las lanas y los algodones y surgía coronado de listas y de flores de género y de un olor industrial y triste, y aullaba, aullaba como un verdadero perro y me daba miedo y me tornaba asustado y pensativo y pensaba que estaba procediendo bien al comprar todas esas frazadas y esas colchas y esos ponchos y esas batas y esas camisas afraneladas y esas gorras de bruja y esos gorrones de pensionado, y cuando miraba súbitamente sus piernas el terror me golpeaba el pecho y sentía verdadero pavor cuando lo sentía reír, reírse de mí, olvidado de todo, felizmente olvidado de todo, de su situación, de mi situación, especialmente de su cuerpo, al que no se acostumbraba del todo, al que yo temía comenzara a tomarle horror, verdadero pánico y ese como miedo desprendido, desprendido de las manos y de la boca, ese miedo que se evapora por el pelo y nos deja solos, solos ya con la soledad total, con la muerte trepando fríamente por las piernas. Ahí están sus zapatos, esas botas que busqué con tanto cariño y pesadumbre cuando estuve en el norte y que desataron un drama entre los dos y él se negaba a ponérselas. Lo sentía llorar afirmado en los ladrillos, llorar más que con dolor, con vergüenza y humillación, y como yo me asomara por la ventana para llamarlo, él estaba vuelto de espaldas, peinándose con furia y dejadez el llanto, y emanaba de él esa soledad frágil que nunca nos dejó desde que me lo entregó su madre aquella mañana en la calle Salesianos y él se cogió rápidamente de mi mano, se aferró a ella como un nudo y me encogió el corazón y no lo quería mirar y miraba los ojos de la madre y veía ese alivio destapado en sus grandes pupilas cuando oía que yo le aseguraba que me lo llevaba inmediatamente, sin esperar hasta la tarde ni hasta mañana ni hasta el próximo domingo; cuando caminamos, él se estremecía despacito, aferrado siempre a mi mano, y yo le miraba los pies. "


El Poder de la Palabra
epdlp.com