Tierras del mar azul (fragmento)Delfina Bunge
Tierras del mar azul (fragmento)

"El espíritu de Tutankamón nos fue propicio. El día en que nos fue dado visitar el estupendo museo del Cairo supimos que en la víspera llegara una parte de los tesoros extraídos de la tumba de aquel joven y viejo faraón, de tan breve reinado y que habría de reinar de nuevo modo en nuestra era. Y por cierto que la sala de Tutankamón quiso con su brillo eclipsar a nuestros ojos el resto del museo...
No será sin causa, me digo, que todo aquello fuera retenido bajo tierra durante millares de años para reaparecer a la luz y ser expuesto aquí, justamente el día de nuestra llegada ¡desde tan lejanos países, a través de tantas dificultades! Tutankamón debe tener algo que decirnos...
En efecto: allí está para nuestros ojos la cubierta de oro de la momia, reproduciendo las facciones jóvenes, tersas, impávidas. Toda dibujada e incrustada de piedrecillas o de trocitos de maderas brillantes. Allí está, igualmente intacto, el busto de oro macizo del joven rey. Para deslumbrarnos está ahí todo aquel oro, no como extraído de debajo de la tierra y del peso de los siglos, sino pulido y brillante, como salido de nuestras joyerías y trabajado hoy. Nuevo y pulido el cincelado del oro, joven la cara del rey. Pinturas de colores vivos y frescos. Hay en todo esto una frescura que desconcierta... Y son los preciosos vasos de alabastro que encantan nuestra vista como, hace quizá cuatro mil años, encantaron la vista de la joven reina a quien, según el delicado dibujo en el respaldo de un maravilloso sillón, el rey ofrece un ramo de flores. Aquellos sillones, con incrustaciones de piedras finas en sus brazos de curvas gráciles, con las finísimas figuras en ellos trazadas, de aspecto tan delicado y frágil que parecen sólo destinados al descanso de ligeros fantasmas, han soportado, sin embargo, el peso de los siglos y de los milenios. Nuestra impresión es la de ver, abierta ahora, una flor que abriera hace mil años. Es el ayer con la frescura del hoy; es el pasado con el rostro del presente.
Y el enigma del tiempo nos asalta. Se evidencia la absoluta falta de sentido de esta palabra: "la acción del tiempo". El tiempo, incorpóreo y abstracto, no puede ejercer acción ninguna sobre seres corpóreos y concretos. Éstos desarrollan su acción en el tiempo, pero no a causa del tiempo, como parecemos creerlo. El tiempo, que no puede ser, en sí, un elemento de destrucción, nada destruye por sí mismo. La corrupción de las cosas no viene, pues, del tiempo, sino de la acumulación, en el tiempo, de otros elementos a él ajenos: la humedad, el sol, el viento, los insectos. Suprimamos todo esto imaginativamente y ¡cuan fácil nos resultará el concebir la duración eterna de los seres allí donde ningún elemento de corrupción exista! Y si los egipcios supieron eliminar, en gran parte, dentro de sus subterráneos los agentes destructores, ¿qué no podrá Aquel que posee el secreto de todas las regiones posibles y de los seres todos? La conservación eterna de los cuerpos, en el dogma católico de la resurrección de la carne, nos aparece como una consecuencia lógica de las lecciones de este museo del Cairo.
Y he aquí entonces la palabra que para mi florece en los frescos labios dorados del joven y viejo faraón, oculto durante varios milenios para reaparecer diciéndonos: "Si nosotros hemos hallado el secreto del tiempo, que en sí mismo nada es, a vosotros os toca hallar lo que en realidad es algo, y en lo cual consiste el secreto de la Eternidad. Esa Eternidad que en vano buscáramos en la conservación terrena de los cuerpos. "



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