Rávena fue la tumba de Roma (fragmento)Laszlo Passuth
Rávena fue la tumba de Roma (fragmento)

"Los godos unidos escucharon sus palabras. Incluso aunque la invitación de Zenón resultase ser una trampa, ya no podría aprovecharse de una desavenencia entre las tribus godas, pues los godos que antes acaudillase el hijo de Triario habían reconocido como su rey a Teodorico, hijo de Amal. La tierra que ahora les era ofrecida proporcionaría alimento suficiente para todos; no tenían que luchar por esta causa. Actualmente era tierra de nadie, por la que merodeaban tribus errantes de los hunos.
Teodorico debía adoptar una decisión: o buscaba él mismo una nueva región donde su pueblo pudiese establecerse, u obedecía al emperador y se dirigía al frente de sus jinetes hacia Bizancio, cuyo sitio había vivido tantas veces en su interior. El dulce y dorado alimento de Constantinopla llenaba su alma. Lo ansiaba como un romano desterrado.
En cada etapa le esperaban nuevos honores. Recibió el título de duque de Tracia, lo cual significaba los derechos de un gobernador. Una nueva legación trajo la noticia de que podía aparecer ante el basileo como un magister militum; Teodorico tendría ahora en su mano todas las fuerzas armadas del imperio.
Los jinetes godos creían estar en el paraíso. Hacía sólo unos meses eran como locos acosados, bárbaros replegados en los montes y amenazados de muerte. Y Bizancio había puesto precio a la cabeza de su caudillo. Ahora volvía a ser hijo del emperador, magister militum, gobernador de Tracia... ¿qué más podía esperar?
A la llegada al palacio imperial, entró solemnemente con su séquito en el Senado. El consejo de ancianos de Bizancio, aquellos hombres condescendientes, aquella asamblea vestida con orgullosas túnicas, solicitó de Teodorico que aceptase para el año siguiente la dignidad de cónsul. Un extranjero había sido ya nombrado patricio, pero hasta ahora ningún bárbaro había llegado a cónsul.
Al atardecer, durante el banquete, Zenón dijo:
—Es apropiado que un padre, en su alegría, lo conceda todo cuando se trate de honrar a su hijo. La tesorería imperial se hará cargo de todos los asuntos del consulado.
El consulado ya no significaba en aquella época del imperio ninguna autoridad. Era un título honorífico. Y sin embargo, los años eran designados con los nombres de los cónsules. Precedían al cónsul los lictores llevando las fasces. Su palacio tenía la categoría de refugio sagrado. A una sola seña suya podían ser conmutadas las penas de muerte. Pero el consulado era al mismo tiempo una pesada carga: los ciudadanos esperaban de año en año la celebración de los tan admirados juegos. Los combates en el circo, las luchas de las fieras, los deslumbrantes desfiles, ricos obsequios para los habitantes de Bizancio, pagas elevadas para los legionarios... todo ello constituía una prueba de la generosidad de un cónsul. Así pues, no era de extrañar que durante largos años ningún ambicioso pretendiera el título honorífico pero costoso de cónsul de Bizancio. Ahora Teodorico, hijo del emperador, prestaría un nuevo brillo al consulado.
Artemidoro se convirtió en primer consejero del hijo del emperador, cónsul y dueño de muchos otros títulos...
El filósofo preguntó:
—¿Tienes algún otro deseo?
—Querría que mi madre y mi hermana estuvieran presentes en mi presentación como cónsul.
Era una situación delicada. La madre del hijo del emperador sólo podía ocupar un puesto junto a la basilisa. Pero Erelieva no era ni la esposa legítima de Teodomiro, ni ortodoxa. Aunque en Bizancio se sabía que Teodorico era hereje, no perdonarían el mismo defecto en su madre, de la cual ni siquiera estaban seguros que hubiese sido bautizada.
Erelieva pensaba en su hijo. Inclinó la cabeza. Cuando entró en el palacio imperial, ya había renunciado a su nombre, que aquí sonaba de modo muy peculiar. En la corte de la emperatriz se llamaba Eusebia.
También había llegado al campamento de los godos la carta de Anicia, junto con otra de Artemidoro. El anciano amigo pintaba a Teodorico un futuro optimista. «Escúchame: con la mano de Anicia se abrirá para ti todo lo inalcanzable. Sólo con que renuncies a la herejía arriana, podrás ser totalmente romano. Los niños que dé a luz esta doncella nacida en la púrpura, serán dignos de vestir el manto del basileo. ¡Y tú, Teodorico, serás el pilar eterno de nuestro grande y maravilloso imperio!»
Teodorico llamó a su tienda a los ancianos más sabios, a los generales godos, que eran de su misma sangre. Segismundo, hijo de Amal, el pariente de sangre real, expresó la opinión de los ancianos. "



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