El club de los optimistas incorregibles (fragmento)Jean Michel Guenassia
El club de los optimistas incorregibles (fragmento)

"Tras ver los límites de los procedimientos tradicionales, Cécile decidió experimentar conmigo un método pedagógico nuevo que iba a revolucionar la educación y a convertir a las nulidades como yo en unos ases de las matemáticas. Desarrollaba una teoría personal de aprendizaje de las matemáticas basada no en la reflexión y el progreso sino en la memoria analítica y el trabajo inconsciente. Teníamos que dejar que la inteligencia actuase sin que nos diéramos cuenta. Si las matemáticas eran lógicas, tenía que haber una puerta de entrada diferente que pasara por el subconsciente. Había que dar con la puerta adecuada. Cécile se basaba en un estudio norteamericano para aprender lenguas durante el sueño. Un magnetófono repetía unas frases que echaban raíces en lo más hondo de la memoria. Debía de haber algún modo de hacer lo mismo con las matemáticas. Yo le hacía recitar el libro que ella se había aprendido de memoria como una poesía. Pasadas varias horas, me tocaba a mí el turno. Y así una y otra vez. Al final, asimilaba los teoremas de forma mecánica como una tabla de cálculo. Debo admitir que funcionó en parte. El abominable Lachaume, mi profesor de mates, se habría quedado patidifuso al oírme recitar tan pancho:
—La composición de la simetría respecto a un plano P y la simetría respecto a un punto O de ese plano es igual a la simetría respecto a la recta perpendicular en O al plano P.
Nos sabíamos de memoria el libro de texto de álgebra y geometría. Recitábamos los teoremas con entonación convincente. Hay que reconocer que, a la hora de la verdad, el sistema no dio resultado alguno. Cécile afirmaba que algo nos bloqueaba el subconsciente, cosa que suele suceder, y que la educación podía reducirse a los fundamentos de la fontanería, que consisten en desatascar las cañerías obstruidas. Tras unas cuantas semanas empollando, hubo que rendirse a la evidencia: el método analítico funcionaba fatal. Lo cual no quiere decir que fuera malo, podría haber salido bien a lo mejor; lo que sí quería decir es que yo era un negado o para las matemáticas o para los métodos de aprender matemáticas derivados del psicoanálisis. Cécile insistía, convencida de que había que darle tiempo a nuestro subconsciente para hacerse con los teoremas y que algo afloraría antes o después, como una resurgencia o como un surtidor luminoso. No hubo ni disparador ni conexión. Al cabo de quince días, daba el pego cuando recitaba de memoria el libro de matemáticas, pero no podía ni de coña hacer un ejercicio. ¡Aún peor e incomprensible era que la velocidad del ciclista había pasado de 4.645 kilómetros por hora a 4.817! Volvimos a empezar. Iba a 4.817 kilómetros por hora. Anduvimos buscando mucho tiempo la puerta de entrada de las matemáticas psicológicas. No la encontramos. Cécile, que tan convencida estaba de aquel sistema, se había llevado un chasco. La consolé como pude. Nunca se me dio bien consolar. La psicología no tiene nada que ver con las matemáticas ni tampoco con la fe que mueve montañas. Según Cécile lo mío era un bloqueo de orden psicoanalítico.
—Debes de tener algún problema con tu padre, ¿no?
—Nos llevamos bien.
—Las matemáticas son la autoridad. Cuando se tiene un bloqueo en matemáticas, quiere decir que se tiene un problema con el padre y con la autoridad.
Me quedé pensativo, intentando imbuirme de la hondura de ese razonamiento. Cuanto más lo pensaba, menos claro lo veía.
—En casa, la autoridad es más bien mi madre.
—¿Quieres decir que es la que lleva los pantalones?
—Mi padre no es autoritario. Mi madre lleva las riendas y a mi padre le importa un bledo. Al contrario, para él lo importante en la vida es disfrutar. Cuenta chistes, sonríe y vende lo que quiere. Si eso que dices es cierto, yo no debería tener problemas con las matemáticas.
—¿Tienes problemas con tu madre?
—Desde hace una temporada no puede decirse que vayan bien las cosas.
—Representa la autoridad, en vez de tu padre. Ha ocupado ella la imagen del padre. Por eso estás bloqueado. Harías mejor en ir por una rama de letras. ¿Qué te gustaría ser?
—Fotógrafo a lo mejor. ¿Cuándo supiste tú qué querías ser?
No contestó. Se quedó callada. Guiñaba los ojos como si rebuscara en su memoria.
—No lo sé.
—Ser profesor no está mal.
—Ahora me está entrando angustia de repente. ¿Te das cuenta, hermanito? Toda una vida delante de unos imbéciles como nosotros. Te rompes los cuernos por ellos y te aborrecen.
—Es curioso, mi padre me preguntó esto mismo el domingo. Quiere que me matricule en una escuela de comercio. Dice que el porvenir está en los electrodomésticos.
—¡Qué espanto! ¿A quién le va a gustar vender bañeras y lavadoras?
—Él gana mucho dinero.
—¿Y eso es lo que te apetece?... No puede ser, Michel... ¡Tú no!
Al día siguiente, Cécile me comunicó que dejaba la carrera. No se veía de profesora de letras a perpetuidad.
—A lo mejor estudio Psicología.
Yo no estaba seguro de que fuera una buena idea. No dije nada.
—Te lo debo a ti, hermanito.
—¿Qué he hecho yo?
—Es porque hemos hablado. Eres la única persona con la que hablo de verdad.
—¿Y con Franck?
Me miró con esa sonrisa triste que me dejaba planchado y se encogió de hombros como si nada tuviera importancia. Luego se le metamorfoseó la cara. En un segundo había desaparecido la amargura y Cécile era luminosa.
—¿Puedo hacerte una foto?
—Bueno. No puedes saber hasta qué punto me siento aliviada de no tener ya que andar con la tesis esa a cuestas.
—Daba la impresión de que te convencía.
—Mi director de tesis es comunista y quiere quedar bien con Aragon, con quien se cruza de vez en cuando. Si hubiera sido conservador me habría propuesto a Claudel. Me gusta la literatura, no la enseñanza. Hay que tener vocación, y yo no la tengo.
Recibió una postal de Franck, que seguía en el Rin, en Maguncia, en la que, con aquel estilo telegráfico suyo, anunciaba que volvería enseguida. Había también una carta larga de Pierre. Cécile despegó el sobre sin rasgarlo y sacó con cuidado las dos cuartillas. Yo oía la voz de Pierre que leía en los labios de ella:
Cécile mía:
Hace dos semanas que no hemos visto ni oído a ningún fellagha. Tenemos un sistema de detección e interceptación tan perfecto que paramos casi el cien por cien de los intentos de infiltración. Pasan por la costa o por Tébessa, más al norte, pero por donde estamos nosotros y en la región de Souk-Ahras todo está tranquilo. Hemos tenido un herido, un capullo que se cayó de un tejado al intentar conectar una antena de radio. Nuestro mayor trabajo consiste en limpiar de minas los alrededores de la línea Challe. Encontramos dos o tres minas de vez en cuando. Por más que disimulamos, es decir, que nos quedamos apalancados dos días seguidos, nunca conseguimos echar el guante a los fellaghas. Está claro que huyen de nosotros como de la peste. Cuando nos disparan es desde tan lejos que ni nos enteramos. No es que nos quejemos. Preferimos estar aquí que manteniendo el orden en Argel o en Orán. Si el gobierno nos autorizase a cruzar la frontera, ya los habríamos hecho picadillo. Están al otro lado, los tenemos enfrente y saben que no nos permiten ir a buscarlos. Da la impresión de que nos quedamos apalancados detrás de nuestras alambradas y nuestras torres de vigilancia cuando lo que pasa es que nos tiene atascados una frontera, una simple línea en el desierto que nos separa de Túnez y adonde ellos se van a apalancarse tan tranquilos. Esos tíos son unos cobardes, capaces de torturar y de degollar a granjeros o a campesinos indefensos. En cuanto nos ven salen corriendo como conejos. Pensábamos que con la llegada de De Gaulle la cosa iba a cambiar, que nos echaríamos encima de ellos y los aplastaríamos como moscas de una vez para siempre, pero no se mueve nada. Nadie entiende nada ya.
Podrás hacerte una idea del grado de decrepitud al que he llegado cuando sepas que me paso los días y parte de las noches jugando a la belote con tres tíos que me parecían subnormales hace seis meses y que ahora son mis mejores amigos. He decidido probar en ellos los fundamentos principales del sanjustismo. A fin de cuentas, si de luchar por los oprimidos se trata, más vale pedirles opinión y preguntarles qué les gusta. Así nos ahorraremos volver a cometer ciertos errores enojosos. Tengo la suerte de tener a mano una muestra ideal de los proletarios de la Francia profunda: el hijo de un agricultor de Ardèche, un montador que trabaja en una fábrica de maquinaria de Saint-Étienne y un caminero de El Havre. Nivel de estudios: primaria. Sólo hablan de chicas, de fútbol y de coches. Lo que más les preocupa es la comida. La política les importa un carajo. Razón de más para intentar saber qué tienen en la cabeza.
Mi libro avanza. Acabo de terminar el tercer cuaderno. Dos más y mi teoría será coherente e inatacable. Voy a un ritmo más flojo. Tengo que resolver problemas de mucha trascendencia. No había calibrado bien todo lo que englobaba la frase de Saint-Just: «Habrá que matar a muchos oponentes para que triunfe esta causa». Yo tenía la esperanza de que sería posible limitarse a algunos irreductibles, a símbolos del orden antiguo. No hay que hacerse ilusiones acerca de la capacidad de resistencia del enemigo, que echará mano de todos los medios para conservar el poder. Será una revolución auténtica o no será nada. Habrá muchos muertos. ¿Estará el pueblo con nosotros? No lo tengo muy claro. Con lo sometido que está, no se atreverá a levantarse por temor a perder los míseros beneficios que le ha concedido la burguesía. ¿Por qué luchar por unos esclavos que les lamen la mano a sus amos? A decir verdad, estoy atascado en esa cuestión. ¿Hasta dónde hay que llegar para hacer a los hombres felices a pesar suyo? Lo que está sucediendo en China es instructivo y prometedor y nos servirá como referencia. Está empezando una revolución profunda cuyas consecuencias no calibramos. En cuanto me licencien me iré para allá a verlos actuar in situ. Quizá es mi sensibilidad occidental la que me impide dar el salto a la revolución. Hará falta quizá una etapa intermedia. "



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