La parcelación del cielo (fragmento)Blaise Cendrars
La parcelación del cielo (fragmento)

"Escribí el capítulo anterior a mi regreso de un viaje a la Amazonia y lo publiqué, junto con otros acompañados de fotos, en el diario Le Jour en 1935. Pero nunca mencioné a mi compañero de viaje, el capitán X..., consejero en la embajada de Brasil en París y el único blanco susceptible de proporcionar un testimonio vivido bajo los efectos del ibadú, puesto que fue levitado después de haber absorbido a la fuerza cierta dosis que su piragüista le hizo ingurgitar al zozobrar la embarcación, en medio como estaban de uno de esos furiosos huracanes que transforman el Amazonas en un mar rabioso y que te caen de repente encima sin previo aviso en medio del tiempo más bello y el cielo más cerúleo. Es el povoroca, devastador huracán que origina sombríos cortes en las selvas vírgenes circunvecinas, abate gigantescos árboles, hace remontar, echar marcha atrás, al río más potente del mundo, levanta columnas de agua que vuelven a caer en trombas giratorias, se desplaza como un ciclón en bruscos saltos y de una energía inaudita. En un guiño de ojo todo está asolado. Los relámpagos fulguran sin discontinuidad. Los truenos se abren paso como tanques. El jadeante cielo queda estriado de nubes amarillas y gruesos nubarrones que se precipitan. Huele a ozono, y el calor que se desprende de todo este revuelo te sofoca y te hace llamear. Chispazos eléctricos crepitan a lo largo de los nervios. La mirada queda estupefacta. La lluvia diluviana que sigue y marca el final del fenómeno es una picadora que va, viene, apiola, aplasta; afilada como la hoja de una hoz, la lluvia siega, siega y hace el vacío por donde se desplaza, empujándole a uno, y te agrieta la piel, te hace sangrar. —¿Y su escolta? —le dije a mi amigo. —Se ahogaron todos. —¿Eran muchos? —Un sargento y seis hombres. —¿Estaban en la piragua? —No, en otras tres embarcaciones, dos hombres en cada una y dos remeros. —¿Y usted? —Yo iba en una pequeña piragua, con José Antonho, el guía de Pau-Queimado, un zambo, con su hijo Firminho, un chaval de quince años. —¿Y? —Entonces José Antonho se lanzó sobre mí, me dio un golpazo con la espátula en medio de la frente, me hizo caer al fondo de la piragua que se estaba hundiendo y, cuando estaba abriendo la boca para gritar, me metió dentro de ella un manojo de hierba que casi me ahoga y. —¡Se puso a volar! —No, Senhor, yo me debatía. Mi última sensación fue una sensación de agua y de frío. Un agua amarga que me corría por la boca, de un amargor que me hacía escupir y tragar, y un frío que me helaba los miembros, me paralizaba. —¿Y después? —Me desperté. Unas mujeres nos estaban haciendo beber un caldo criollo, una mezcla caliente. José Antonho y Firmino estaban acostados a mi lado. Seguían inconscientes. Me encontraba mal, con fiebre... —¿Así que no habían vuelto al campamento? —No, me encontraba en la cabaña de José Antonho, de vuelta a Pau-Queimado, su población de origen, a trescientos quilómetros del campamento. —¿Qué día era? —Era el mismo día. Apenas había transcurrido media hora desde el momento del naufragio, cuando creí que no saldría de aquella... —¿Y la piragua? —En su sitio de siempre. Aunque al consejero de embajada no le gustaba hablar de esta aventura, yo no hacía más que ir a su casa para que me contara. Era un hombre digno de crédito, tranquilo y ponderado. Vivía en Francia desde hacía quince años. Había alquilado la villa de Léon Bloy en Bourg-la-Reine. Sentía una gran admiración por este escritor por cuanto él mismo se pasaba las noches escribiendo novelas, relatos nostálgicos en los que evocaba la vida y el pasado de su país perdido con una sintaxis singularmente complicada y un vocabulario romántico de lo más rico y precioso, pues las noches son largas cuando se sufre de insomnio y accesos de paludismo y con la mente raptada por el Infierno Verde, que así era como llamaba las selvas vírgenes de la Amazonia que tan bien conocía por haberlas explorado y de las que se había salvado por muy poco. Lo que equivale a decir que como hombre de letras era alguien acostumbrado a la introspección, que no se dejaba engañar por las palabras ni estaba dispuesto a dejarse engañar por las sensaciones. Podía confiar plenamente en lo que decía, razón por la cual venía a interrogarle en esa tranquila villa, situada justo en frente del liceo Lakanal en donde yo mismo había sido curado en 1916 después de tantas sensaciones de pesadilla después de la amputación, cuando el espíritu se emplea en seguir, situar, identificar, localizar qué puede ser de la mano cortada que se hace sentir dolorosamente no en el extremo del muñón, ni en el eje radial de la consciencia, sino en aura, en alguna parte fuera del cuerpo; una mano, manos que se multiplican, se desarrollan y se abren en abanico con el raquis de los dedos más o menos aplastado, los nervios ultrasensibles que acaban imprimiendo en la mente la imagen del mismo Siva, ese hombre divinizado. Es pavoroso. De ahí la sonrisa... Permanecimos sentados a la mesa. Tomábamos cafezinhos. Yo fumaba un puro negro que el consejero me había ofrecido. Su señora esposa, durante el relato de la aventura, tocaba madera y rezaba. No le gustaba oír a su marido contando sus aventuras en la selva cuando al capitán x. le asignaron la misión de pacificar con el coronel Cándido Rondón entre los indios Muras en 1921. A su lado, en el salón, la hija menor acompañaba al piano a su hermana, que cantaba con mucho sentimiento la bella canción bahiana: O, meu sabia!
Deus canta..."



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