Hotel du Lac (fragmento)Anita Brookner
Hotel du Lac (fragmento)

"—Mi mujer me dejó hace tres años —dijo—. Se fue con un hombre diez años más joven que ella, y a pesar de todas las predicciones en contra sigue siendo extraordinariamente feliz.
—Feliz —dijo Edith absorta—. ¡Qué maravilla! Oh, lo lamento. Qué falta de tacto. No debí decir eso. Pensará que soy una idiota —suspiró—. Me temo que soy bastante idiota. Desconectada del mundo. La gente divide a los escritores en dos categorías —prosiguió, profundamente avergonzada por el silencio de su interlocutor—. Los prematuramente sabios y los prematuramente ingenuos, como si no tuvieran experiencia alguna en la que apoyarse. Yo pertenezco a la segunda categoría —añadió sonrojándose al apercibirse de que se estaba limitando a decir la verdad—. Como el niño salvaje del Aveyron —su voz se había convertido en un susurro.
—Se le ha puesto cara triste —comentó Mr. Neville tras un breve silencio, durante el cual no hizo nada por evitar que el rubor de su interlocutora se hiciera más patente.
—Bueno, creo que no soy muy feliz —dijo ella—. Y para mí es una gran decepción.
—¿Piensa mucho en la felicidad? —preguntó él.
—Todo el tiempo.
—Entonces, permítame que le diga que se equivoca. Me atrevería a asegurar que está enamorada —dijo él castigándola por su anterior desconsideración. Una sensación de antagonismo se interpuso repentinamente entre ellos, como él pretendía, pues el antagonismo entumece la tristeza. Edith levantó los ojos, brillantes de rabia, sólo para toparse con el perfil implacable de su compañero, el cual aparentemente estaba inspeccionando una mariposa que se había posado, aleteando, en uno de los geranios que, en sus jardineras, delimitaban el modesto perímetro del restaurante.
—Es un gran error —prosiguió Mr. Neville tras hacer una pausa— confundir la felicidad con una situación concreta, una persona concreta. Desde que me liberé de todo eso he descubierto el secreto para vivir contento.
—Le agradecería que me lo revelara —dijo ella secamente—. Siempre he deseado saberlo.
—Simplemente esto. Cuando uno no ha hecho una enorme inversión emocional, puede permitirse lo que quiera. Tomar decisiones, cambiar de opinión, alterar los propios planes. Sin la ansiedad de esperar a ver si la otra persona tiene todo cuanto desea, si está descontenta, triste, inquieta, aburrida. Uno puede ser lo agradable o lo cruel que le plazca. Cuando uno está dispuesto a hacer precisamente lo que desde la más tierna infancia le han enseñado a no hacer (simplemente a satisfacer los propios deseos) no hay razón para volver a ser infeliz.
—Ni tampoco enteramente feliz.
—Edith, es usted una romántica —dijo él sonriendo—. Espero que no le importe que la llame Edith.
Ella asintió.
—Pero ¿por qué me llama romántica por el mero hecho de que no tenga la misma opinión que usted?
—Porque se deja engañar por lo que le gustaría creer. ¿Todavía no ha aprendido que no puede haber una armonía total entre dos personas, por grande que sea el amor que se profesan? ¿No se ha percatado de la cantidad de tiempo y de especulaciones que se invierten, de la interminable agonía mitológica que dimana simplemente del hecho de que están desfasadas? ¿No ha observado que a veces, de hecho casi siempre, un leve detalle es más eficaz que la más profunda de las pasiones?
—Sí, lo he observado —dijo Edith sombría.
—Entonces, querida, aprenda a utilizarlo. No tiene idea de lo prometedor que se vuelve el mundo cuando uno decide quedárselo todo. Y cuanto más sanas son las decisiones es cuando han llegado a ser completamente egoístas. Decidir lo que uno quiere hacer (o, más bien, lo que uno no quiere hacer) y hacerlo se convierte entonces en la cosa más fácil del mundo. "



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