La conquista de Plassans (fragmento)Emile Zola
La conquista de Plassans (fragmento)

"Mouret la llenó de nuevo, a pequeñas paladas. Marthe se había quedado en la terraza, mirando, conmovida, incómoda; aquellas puertas abiertas, aquel hombre jugando con aquella niña, al fondo de una casa vacía, la entristecían, sin que tuviera clara conciencia de lo que ocurría en su interior. Subió a desvestirse, oyendo a Rose, que había regresado también, decir desde lo alto de la escalinata:
«¡Dios mío! ¡Qué tonto es el señor!».
Según la expresión de sus amigos del paseo Sauvaire, de los pequeños rentistas con los cuales daba todos los días una vuelta, Mouret «estaba guillado». El pelo le había encanecido en unos meses, le flaqueaban las piernas, ya no era el terrible burlón temido por toda la ciudad. Se creyó por un instante que se había lanzado a especulaciones aventuradas y que se doblegaba bajo una gruesa pérdida de dinero.
La señora Paloque, acodada a la ventana de su comedor, que daba a la calle Balande, decía incluso «que iba por mal camino», cada vez que lo veía salir. Y, si el padre Faujas cruzaba la calle, unos minutos más tarde, disfrutaba exclamando, sobre todo cuando tenía gente en casa:
«Ahí va el señor cura; ése sí que engorda… Si comiera en el mismo plato que el señor Mouret, una creería que no le deja más que los huesos».
Reía, y le hacían coro. El padre Faujas, en efecto, tenía un aspecto soberbio, siempre con sus guantes negros, la sotana reluciente. Sonreía de un modo especial, con un pliegue irónico en los labios, cuando la señora de Condamin lo felicitaba por su buena cara. A aquellas señoras les gustaba bien arreglado, vestido de forma señorial y confortable. Él debía de soñar en peleas con los puños cerrados, los brazos desnudos, sin preocuparse por los harapos. Pero, cuando se descuidaba, el menor reproche de la anciana señora Rougon lo sacaba de su abandono; sonreía, iba a comprar medias de seda, un sombrero, una faja nueva. Desgastaba mucho, su gran cuerpo lo reventaba todo.
Desde la fundación de la obra de la Virgen todas las mujeres eran sus partidarias; lo defendían de las feas historias que seguían corriendo a veces, sin que se pudiera adivinar claramente su fuente. Lo juzgaban un poco duro a veces, sí; pero esa brutalidad no les disgustaba, sobre todo en el confesonario, donde les agradaba sentir aquella mano de hierro abatiéndose sobre su nuca. "



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