Un naufragio psicológico (fragmento)Ambrose Bierce
Un naufragio psicológico (fragmento)

"Al principio se quedó callada, mirando hacia otro lado. Empecé a temer que había sido extremadamente descortés e inoportuno. Pero entonces clavó su mirada solemne sobre la mía. En un instante mi mente se vio dominada por una ilusión extraña y nunca registrada en la consciencia humana. Daba la impresión de que me miraba, desde una lejanía inconmensurable, no con sino a través de sus ojos, y que otras personas, hombres, mujeres y niños, en cuyos rostros creí ver efímeras expresiones extrañamente familiares, se arremolinaban a su alrededor, pugnando todos, con una ligera impaciencia, por mirarme a través de las mismas órbitas. El barco, el océano, el cielo: todo había desaparecido. No era consciente más que de las figuras de esa extraordinaria y fantástica escena. Entonces, de repente, una profunda oscuridad se abatió sobre mí, y desde ella y poco a poco, como quien se va acostumbrando despacio a una luz más débil, el entorno anterior de la cubierta, el mástil y las jarcias, fue reapareciendo lentamente ante mi vista. Miss Harford, que había cerrado los ojos y parecía estar dormida, seguía sentada en su silla con el libro que había estado leyendo abierto sobre su regazo. Impulsado por no sé qué motivo, me fijé en la parte superior de la página; era un ejemplar de una obra rara y curiosa, Las Meditaciones de Denneker, y el dedo índice de la dama descansaba sobre este pasaje:
«A todos y a cada uno se les concede alejarse y separarse del cuerpo una temporada; porque, igual que en los riachuelos que confluyen uno en otro, el más débil es arrastrado por el más fuerte, existen ciertos parientes cuyos caminos se entrecruzan y sus almas guardan relación mientras sus cuerpos siguen caminos anteriormente fijados, sin que lo sepan».
Miss Harford se despertó temblando; el sol se había ocultado tras el horizonte, pero no hacía frío. Tampoco hacía nada de viento ni había nubes en el cielo; sin embargo, no se veía una estrella. Unos pasos precipitados resonaron fuertemente sobre la cubierta; el capitán, al que habían hecho subir, se reunió junto al barómetro con el primer oficial. «¡Dios mío!», le oí exclamar.
Una hora más tarde, la figura de Janette Harford, invisible en medio de la oscuridad y la espuma, me fue arrebatada de las manos por el vórtice cruel del barco al hundirse, mientras yo perdía el conocimiento entre las jarcias del mástil flotante al que me había amarrado.
Me despertó la luz de una lámpara. Yacía en una litera rodeado por el característico ambiente del camarote de un buque. Frente a mí, un hombre sentado en un canapé y medio desnudo para irse a dormir, leía un libro. Reconocí el rostro de mi amigo Gordon Doyle. Me había encontrado con él el día que me embarqué en Liverpool, cuando estaba a punto de subir al buque Ciudad de Praga, y me había pedido encarecidamente que le acompañara en él.
Pasados unos instantes, pronuncié su nombre. Él se limitó a decir «Bien», y pasó la hoja del libro sin apartar la vista de la página. "



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