La hora sin sombra (fragmento)Osvaldo Soriano
La hora sin sombra (fragmento)

"Llegué de madrugada, sin haber comido, sin haber escrito una línea que me redimiera, algo que pudiera contar al enfrentarme con él. Nadie se cruzó en mi camino ni me preguntó nada. Fui directamente al piso de terapia intensiva y me puse un guardapolvo antes de entrar a ese campo de batallas perdidas. Al otro lado de la puerta un médico muy joven me hizo señas de que saliera, pero no le presté atención. Me fijé en las camas una por una hasta que encontré a un linyera al que sin duda habían confundido con mi padre. Era bastante parecido, pero nada más. Me sentí engañado, burlado. Hubiera querido que todo terminara allí, sin palabras. Iba a salir, pero el linyera me llamó y se alzó sobre un codo. Imploraba, necesitaba que alguien se sentara a su lado. Le apreté los dedos calientes y antes de que el médico viniera a echarme me hice un lugar a su lado. Ni siquiera tenía ropa; le habían puesto una sábana agujereada a modo de poncho. Tenía los ojos velados por las cataratas, o acaso era la penumbra que le daba un aire de espectro. «Cacho», me dijo, «¿quién ganó?». Tenía, como mi padre, el cabello blanco indomable y una frente altiva. «¿Quién ganó?», repitió y me tomó de un brazo. Pensé que el inconsciente me había jugado una mala pasada al conducirme ahí donde yo quería que la historia terminara mientras las cosas sucedían en otra parte, sin mí. «¿Quién ganó, Cachito?» insistió el viejo y sin mucha convicción le dije que nosotros. Suspiró aliviado y me miró en la oscuridad. «¿Te parece?», murmuró, «¿Así jodidos como estábamos?». «Igual», dije. «¡Me cago…! ¿Qué había en la caja?». No supe qué contestarle y me puse de cuclillas a escuchar su respiración ruidosa. «¿El trompo? ¿Viste el trompo?». Asentí y quise irme, pero me tenía agarrado del brazo. «Me quedan dos bolitas… ¿Y a vos?». «Una, me queda una sola», contesté. «Dale: perdido por perdido, jugala». No sabía lo que hacía: instintivamente busqué en el bolsillo y saqué una moneda. «Ahí va», dije y la tiré rodando por el pasillo. Al escuchar el ruido el médico encendió una linterna y siguió el recorrido de la moneda hasta que llegó a la puerta y se detuvo apoyada de canto. Sentí que el viejo me soltaba y se llevaba la mano a la frente: «¡Los cagaste, Cachito!», gritó, «¡El cometa es tuyo!». Oí que sollozaba: «¡El cometa es tuyo, tuyo!», decía. Lo estreché con fuerza mientras el médico se acercaba con una inyección y esperé a que se durmiera en mis brazos. Le apoyé la cabeza sobre la almohada y me precipité escaleras abajo. Al llegar a la calle todavía llevaba el gusto de su aliento en la boca, su mirada me seguía calle abajo hacia la costa donde despuntaba el amanecer.
Fui hasta la plaza y caminé por la vereda del casino. Ahí se habían encontrado Laura y Ernesto cincuenta años atrás; la única memoria que quedaba de ellos dormía confusa, incierta, en mi cabeza. Mi padre no había acudido a la cita con sus fantasmas, quizá ni siquiera le importaban; vivía un intenso presente que le permitía sobreponerse una y otra vez, afrontar la adversidad sin la hipoteca del pasado. Los fragmentos que la memoria selecciona no son otra cosa que retaguardias del presente, claves del deseo que no alcanzamos a descifrar. Me acosté entre unas piedras y me quedé dormido oyendo el choque de las olas por encima del zumbido. Al despertar vi a lo lejos un barco que se acercaba al puerto y me di cuenta de que nunca había navegado, que jamás conocería la esencia profunda de los relatos de Conrad. Me sentía cansado, con el cuerpo pegajoso y la mente confusa. No había nadie en la playa. Levanté dos piedras, las hice chocar junto a mi oreja y después me metí al mar en calzoncillos, gritando como un samurai. Sin proponérmelo empecé a nadar hacia la escollera, contento de estar ahí, inesperadamente inundado de optimismo, como si empezara a cambiar de piel. En una de esas el linyera tenía razón y al arrojar la moneda me había ganado un cometa. "



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