Ruinas (fragmento)Rosalía de Castro
Ruinas (fragmento)

"Mientras don Braulio y doña Isabel tenían suficiente valor y suficiente energía para no hacer caso de quien los despreciaba, Montenegro, con la susceptibilidad de su carácter, su noble corazón y su prurito de caballero, sin que nunca se realizasen sus ilusiones, y viendo cómo su madre moría en la miseria, una melancolía devoradora fue poco a poco invadiendo su espíritu, ocupado siempre en una idea fija. Sin hallar nunca término a sus estudios, venía a encontrarse, después de largo tiempo de una asiduidad exagerada en la lectura, con que nada sabía, y muchas veces concluyó por echar a los ratones la culpa de su ignorancia por haberle roído acaso la mejor parte de sus libros, pues ya iba dudando de su ingenio para poder adivinar lo que en ellos faltaba. Además, otra causa oculta, y sin duda aún más poderosa que su pleito, le preocupaba. Sus amigos lo notaron; pero en vano procuraron adivinarle. Era un misterio, un secreto que el hidalgo se reservaba. Sin embargo, como las mujeres tienen, por lo general, una mirada penetrante para sondear ciertas heridas del alma, doña Isabel notó que Montenegro se ocupaba más que nunca de su persona y de su traje, con el cual parecía andar en extremo mortificado.
Esto no hubiera debido parecerle muy extraño, cuando dicho traje iba siendo cada vez más viejo, cuando su sombrero tomaba el color dorado o más bien tornasol del ala de una mosca, que él procuraba en vano encubrir alisando la felpa con un paño mojado antes de salir a la calle; y cuando sus botas, riéndose descaradamente, como mujeres sin vergüenza, descubrían los rotos calcetines de lana blanca y los zurcidos que en ellos le hacía casi a tientas su anciana madre.
Doña Isabel, con sus ojos de lince, veía, no obstante, otra causa a través de esta multitud de causas que parecían suficientes para mortificar a un hidalgo como Montenegro; así, se decidió un día a abordar la cuestión, pese a exponerse a parecer importuna a su susceptible amigo; pero todo era menos en su concepto que verle morir de tristeza, sin saber fijamente la causa por qué moría.
Montenegro llegaba a su lado muchas veces con los ojos hinchados como de haber llorado, aun cuando procuraba ocultarlo cuidadosamente; otras, sus dos amigos le veían andar errante por parajes solitarios y como hablando consigo mismo. Todo el mundo notó que Montenegro estaba cambiado; pero como su ropa era cada vez más haraposa, le tenían lástima desde lejos, y muchas veces permanecía en la reunión solo en un rincón de la sala, al cual nadie se acercaba, lo mismo que si allí hubiese un apestado.
En tanto, se aproximaba uno de esos inviernos tempestuosos y abundantes en lluvias que dejan recuerdo en aquellas comarcas, inundando los campos, desbordando los ríos y haciendo inhabitable la choza del pobre. El mes de octubre tocaba a su término, cubriendo el césped de los bosques con la hoja seca, que los enfermos y los ancianos, sentados en el umbral de la puerta o al pie de la ventana, mientras un rayo de sol calienta sus miembros ateridos, miran caer al son del viento, que las arrastra de remolino en remolino, como el presagio de su fin.
Para aprovecharse del último sol de otoño que acaso debían ver brillar en la tierra, doña Isabel y don Braulio solían pasear algunas veces por un bosque cercano a la ciudad, y aun cuando, como hemos dicho, tenían alegre humor, no dejaban de reflexionar algunas veces sobre su vida pasada, que ya no era para ellos más que un recuerdo vano, y sobre su porvenir, cuya perspectiva era una tumba abierta bajo sus pies. "



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