El principio de la sabiduría (fragmento)Henry Handel Richardson
El principio de la sabiduría (fragmento)

"A las chicas se las arrojaba al Libro de los Libros para el conocimiento clandestino, porque era la única obra literaria sin pelos en la lengua permitida entre los muros del colegio. Los clásicos que se estudiaban habían sido rígidamente expurgados y la biblioteca del centro era tan aburrida que nadie de más de diez años se molestaba en sacar prestado de ella ningún volumen. Pero de un modo u otro había que obtener información sobre cuestiones sexuales; para niñas que en la mayoría de los casos estaban a punto de convertirse en mujeres, el tema era de una fascinación irresistible.
Los conocimientos que tenían sobre tal materia eran un extraño batiburrillo elaborado al azar. En un sentido, estaban bien preparadas, pero en otro eran sumamente ignorantes. Aunque les daban charlas de lo que llamaban «Fisiología», en la que se les exigía que aprendieran de memoria el nombre de cada uno de los huesos y arterias del cuerpo, todo lo relacionado con los órganos especiales de la mujer y su función natural se omitía cuidadosamente. El tema estaba castamente envuelto en misterio, por lo que no tenían más remedio que abandonarse a suposiciones y especulaciones… con curiosos resultados. Las suposiciones que urdían chicas bastante mayores, por ejemplo, acerca de la hazaña de traer un niño al mundo, podrían proporcionar material para todo un volumen de cuentos de hadas. En muchas tardes veraniegas, en un rincón del jardín, podían verse apelotonadas cabezas de distintos tamaños, tan juntas como un enjambre de abejas y, como el zumbido de las abejas, producían incesantes susurros, bisbiseos y risas que acompañaban las acaloradas discusiones sobre el «cómo»… pues todas ellas probablemente caminarían un día por el mundo como respuestas vivientes a esa pregunta. Las teorías que afloraban eran innumerables y a cuál más fantástica; y, cuanto más disparatada era la conjetura, mayor respeto y aplauso obtenía.
Por otro lado, habían acumulado un sinfín de información de menor provecho. Las niñas que venían del campo contaban cosas sobre las ordinarias costumbres de los negros; otras, procedentes de ciudades mineras, describían lo que sucedía en los campamentos chinos, esos inevitables compañeros de los buscadores de oro; circulaban rimas que pasmarían a los granjeros de las tierras del interior, mientras que las auxiliares, sin excepción, fueran jóvenes o viejas, amables o antipáticas, eran objeto de sospechas tan extravagantes que las buenas señoras, a ciencia cierta, llevaban sin oír nada parecido… desde sus propios e impúdicos tiempos de colegio.
Estos escarceos con lo ilícito —que nada tenían que ver con la suciedad iniciática del colegial ordinario— ni siquiera ampliaban el horizonte de esas chicas. Porque saber de estas cosas era algo que debía callarse, encubrirse, rodearse de escrúpulos, incluso entre ellas; y, como todo conocimiento que crece como un hongo, sin sol, estaba atrofiado y carecía de atractivo. Desfiguraba su manera de pensar, distorsionaba su imagen de las cosas. Vistas desde esa perspectiva, las relaciones humanas más naturales parecían antinaturales. Así pues, no cabía esperar de ellas piedad alguna ni siquiera ante los más remilgados modelos de vida familiar; también en la familia, según entendían esas jóvenes rigoristas, el hombre estaba destinado a dejar el rastro de la serpiente del deseo.
Pues de todo ese panorama surgía la imagen imprecisa y cruda de la mujer como presa del hombre. El hombre era un animal, un compuesto de lujuria y crueldad cuyo objetivo no era otro que buscar el placer con brutalidad; algo monstruoso que, sin embargo, había que adorar; que aniquilaba, pero que había que codiciar; de lo que había que huir y, al mismo tiempo, seducir con todas las artes al alcance.
En esta cuestión concreta de conocimientos clandestinos y conjeturas ingeniosas, Laura estaba felizmente al mismo nivel que las demás chicas; ahí sus compañeras no le cerraron ninguna puerta. Siempre había sido una niña muy inquisitiva, por lo que estaba encantada de aprender cosas nuevas; su cabeza en ese aspecto era como una página en blanco, muy sensible. En parte por su total ignorancia, y en parte por su gran receptividad, no tardó en aventajar a sus compañeras y, en poco tiempo, se convirtió en una de las improvisadoras de mayor talento del grupo: una hábil teórica, una pícara y menuda adepta del arte de la insinuación. "



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