Los caballos estornudan en la lluvia (fragmento)Dimas Lidio Pitty
Los caballos estornudan en la lluvia (fragmento)

"Era un día de agua. De agua y de viento. Lo sé porque lo he vivido desde siempre. Sin que pueda precisar la hora exacta en que empieza la memoria, allí están el sonido de la lluvia en el zinc, los pasos apresurados de la abuela y la tía Nena, las gallinas resguardadas en los aleros de la casa, el agua hirviendo en la cocina, el abuelo en el portal, con su aire severo, puesta la atención en la línea de las goteras, en los árboles agobiados por la lluvia o en los chillidos de los cachorros que se disputan la ubre; allí están las palabras en la penumbra del cuarto (la abuela y la tía Nena son hermanas por la sangre y por la vida y han visto y vivido muchos trances como éste; mi madre, en cambio, carece de experiencia), limosas por la humedad de tantos días de cielo y cielo gris; allí están, agazapados, como gatos al acecho, los recuerdos de las tres mujeres, y también los temores y las conjeturas. Sucesivas capas de sudor recubren a mi madre. Los dolores y una vaga incertidumbre aletargan sus sentidos, estrujan su carne y la sumergen en un sopor de nieblas, susurros, somnolencia y sonidos lejanos. Su vientre hinchado es una protuberancia oscura en la claridad lechosa del cuarto, que sólo recibe luz por las junturas de las tablas, debido a que la única ventana ha sido cerrada para evitarle a mi madre un pasmo. Tía Nena se aproxima a la cama y le palpa la barriga. En el aire espeso recita palabras enrevesadas, como si conjurara espectros, y su mano comunica (intenta darle) confianza y alivio al cuerpo desgarrado, que ahora se retuerce entre quejidos y sudores fríos. Mi madre siente la mano y quiere decir algo, pero un nuevo espasmo ahoga su voz. Tía Nena le limpia el sudor de la frente y sigue murmurando palabras que sólo ella conoce: las mismas que ha repetido durante años en casos semejantes. En la cocina, la abuela echa más agua en la paila y en silencio hilvana una plegaria porque todo salga bien y pronto. En otro fogón pone el té de hojas de guanábano para el abuelo. Éste oye los quejidos de mi madre mientras traza dibujos enigmáticos en la tierra húmeda, cerca de las goteras. Algunas figuras parecen animales y otras sugieren objetos, pero todas se esfuman como presentimientos con las salpicaduras del agua. Sin embargo el abuelo insiste en descifrar el tiempo con la varita seca y sigue trazando imágenes caprichosas. La abuela entra al cuarto y deja una totuma humeante sobre la tablilla que sirve de tocador. Ahí tienes un poco de café, dice a la tía Nena. ¿Crees que todavía demore mucho? Creo que ya no tanto, responde ésta; los dolores son cada vez más seguidos. Bebe un sorbo y mira hacia la cama. Mi madre está ahora quieta, como adormecida. La abuela acomoda la almohada de mi madre y acaricia su cabeza. Luego sale. Voy a echarle más agua a la paila, dice. Tía Nena se sienta en una silleta y bebe el café a pequeños sorbos. Antes de que lo termine un quejido profundo la levanta. Deja la totuma sobre el tocador y se acerca a la cama. La cara descompuesta de mi madre está más pálida que antes y su cuerpo se agita y retuerce bajo la manta. Tía Nena grita: ¡Goya! Los pasos de la abuela llegan desde la cocina. Creo que ahora sí, dice tía Nena. ¿Quieres que traiga el agua?, pregunta la abuela. Todavía no, yo te aviso. Eso sí, ten a mano los trapos y las sabanitas. Apartó la manta hacia los pies de la cama y levantó la falda de mi madre. Abre bien las piernas, hijita, dijo con voz dulce; y no tengas miedo. Sus manos palparon la piel tensa del vientre. Sí, ya no demora mucho, murmuró. Quédate así, dijo luego. Apoyada en el borde de la cama examinó el rostro de mi madre. Su cabello estaba oscurecido por el sudor y sus labios se veían resecos, como si tuviera fiebre. Le pasó un pañuelo por la frente. Ya van seis horas, pensó; si al mediodía no acaba, habrá que llamar gente para llevarla a la estación. En ese momento mi madre abrió los ojos. Tengo sed, dijo. Tía Nena buscó la taza con agua de linaza y le dio un sorbo. No es bueno que tomes agua, hija; esto te quitará la sed. El silbato del tren que iba para Palmira sonó tres veces. El abuelo prestó atención y pudo percibir, en la distancia y la lluvia, el sonido de los rieles. También sintió cuando el tren se detuvo en la estación. Aunque la distancia era mucha y el monte impedía, aun cuando no lloviera, ver la estación y los llanos, el abuelo vio a los pasajeros bajar del motor con sacos y paquetes y refugiarse apresuradamente en la caseta de zinc; también vio las lejanías grises de los cerros y las tonalidades diluidas de la costa y el mar. "


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