La ladrona de niños (fragmento)Emile Erckmann
La ladrona de niños (fragmento)

"Desde entonces, Christine Evig no había vuelto a poner los pies en su casa: vagaba por la ciudad día y noche, gimiendo con una voz cada vez más débil y quejumbrosa: «¡Deubche, Deubche!».
Todos le tenían lástima. Siempre había algún alma caritativa que le daba comida o cobijo, o unos harapos con los que vestirse. Y la policía, ante compasión tan unánime, no había creído necesario intervenir e internar a Christine en un manicomio, como era costumbre por aquel entonces. La dejaban pues ir de acá para allá lamentándose sin hacerle mayor caso.
Pero lo que daba a la desgracia de Christine un carácter verdaderamente siniestro era que la desaparición de su hija había sido como el detonante de varios hechos parecidos: unos diez niños habían desaparecido desde entonces de forma sorprendente, inexplicable, y varios de esos niños pertenecían a la alta burguesía.
Los raptos solían producirse al anochecer, cuando apenas se ve un alma por las calles, salvo algún transeúnte aquí y allá volviendo a toda prisa tras los quehaceres diarios. En un descuido, algún niño se asomaba entonces a la puerta. Su madre le gritaba: «¡Karl!… ¡Ludwig!… ¡Lotelé!…», exactamente igual que la pobre Christine, sin obtener respuesta. Corrían, voceaban, rastreaban el vecindario… Todo era inútil.
Dar cuenta de las investigaciones de la policía, los arrestos provisionales, las pesquisas, el terror de las familias, sería algo imposible.
Ver morir a un hijo sin duda es atroz, pero perderlo sin saber qué ha sido de él, pensar que nunca se sabrá, que ese pequeño ser tan dulce, tan desvalido, al que uno estrechaba contra su pecho con tanto amor, quizá esté sufriendo, que os llama y no podéis socorrerlo, eso es algo que supera cuanto se pueda imaginar, que ninguna expresión humana sería capaz de describir.
Pero una tarde de octubre de aquel año 1787, Christine Evig, tras deambular por las calles, fue a sentarse al pilón de la fuente del Obispado, con sus largos cabellos grises enmarañados, sus ojos mirando en derredor como en medio de un sueño.
Las criadas del vecindario, en lugar de entretenerse charlando como solían en torno a la fuente, nada más llenar el cántaro salían corriendo a casa de sus amos como alma que lleva el diablo.
Sólo quedó allí la pobre loca, quieta bajo la lluvia gélida tamizada por las neblinas del Rin. Y las altas casas aledañas, con sus tejados empinados, sus ventanas enrejadas, sus tragaluces incontables, fueron envolviéndose en tinieblas.
Dieron entonces las siete en la capilla del Obispado, Christine no se movía y balaba tiritando: «¡Deubche, Deubche!».
Pero justo cuando las pálidas luces del crepúsculo asomaban en lo alto de los tejados antes de desaparecer, de pronto se estremeció de pies a cabeza, estiró el cuello, y su rostro inerte, impasible desde hacía dos años, adquirió tal expresión de inteligencia que la criada del consejero Trumf, que en ese momento sostenía el cántaro bajo el caño, se volvió presa de estupor para observar aquel gesto de la loca.
En ese preciso instante, al otro extremo de la plaza, pasaba una mujer con la cabeza gacha, llevando entre los brazos, envuelto en una tela, un bulto que forcejeaba.
La mujer, vista a través de la lluvia, tenía un aspecto sobrecogedor; corría como una ladrona que acabara de dar un golpe, arrastrando tras de sí, en el barro, sus andrajos fangosos y costeando las sombras. "



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