Santiago Arabal: historia de un pobre niño (fragmento)Julia de Asensi
Santiago Arabal: historia de un pobre niño (fragmento)

"Quedó luego ensimismada, como si la imagen de la infeliz mujer no pudiera apartarse de su mente. Y a mi vez sentí un cruel remordimiento por haberla denunciado, pareciéndome que su muerte pesaba sobre mi conciencia.
Los niños olvidan pronto, y los estómagos vacíos nos hicieron volver a nuestra triste situación.
Di a Rosalinda las dos pesetas, encargándole que trajese algo bueno para comer y que volviera pronto.
Mi compañera se alejó y me quedé echado en el suelo pensando en el agradable banquete que se nos preparaba. Es cierto que con aquellas dos pesetas hubiéramos tenido para comer dos días; pero como habían venido cuando menos se las esperaba, podíamos darnos el grato placer de comer una tortilla, pan blanco y algo de fruta, con todo lo demás que entregaran a la niña por aquel dinero, que me parecía en tal instante una cantidad enorme.
Rosalinda tardaba y mi impaciencia iba en aumento, porque me sentía desfallecer al principio y luego por el temor a que la apartasen de mí, que era mi pesadilla desde que habíamos salido del pueblo. ¿La habría hallado la Roja, a la que siempre suponía siguiendo nuestros pasos, y se la habría llevado para encerrarla en el asilo?
Salí de las ruinas, y mientras decidía qué dirección debía tomar, vi aparecer a Rosalinda, que venía corriendo, con el rostro revelando profundo disgusto, llorosos los ojos y encendido el semblante.
Se detuvo sin aliento junto a mí y durante un rato no pude saber lo que le había ocurrido. Al fin me refirió que al llegar a la venta había pedido dos almuerzos de a peseta, que le habían preparado una tortilla (la que yo deseaba comer), algo de carne, pan y queso, y que al ir a pagar la posadera se puso furiosa porque las monedas eran falsas. Que ya aquel día le habían dado otras iguales, engañándola, unos hombres al pasar por allí. Quiso pegar a Rosalinda, tal vez la pegó aunque ella no me lo dijo, pero al verla tan triste y avergonzada acabó por perdonarla, quitándole las monedas y obligándola a marcharse precipitadamente. Como todos los que la veían, la creyó un muchacho y la había amenazado con dar parte a la justicia si volvía a aparecer por aquellos lugares.
La consolé como pude y, a pesar de que estaba enfermo, salí del antiguo convento con la niña, ya que tan mal nos había ido en él, en busca de alimento y de otro albergue, contentándome con un vaso de leche en vez del espléndido almuerzo con que soñara.
Paso por alto las demás peripecias del viaje, que duró algunos días, en los cuales sólo dos noches conseguimos dormir en cama en posadas de poco precio. Pero aun así, nuestro dinero disminuía de manera alarmante, y era preciso tomar una determinación.
Ya habíamos preguntado si podrían darnos trabajo en varias partes, contestando en todas negativamente. Por fin llegamos a una ciudad que nos pareció magnífica, aunque era de tercero o cuarto orden. En ella acabó de gastarse lo poco que llevábamos y nos encontramos un día sin albergue y sin pan. La gente nos miraba más que en las aldeas, infundiéndome algún recelo. Era, en efecto, raro ver a dos criaturas vagar por calles y plazas a todas horas.
Una tarde en que no habíamos comido nada, nos hallábamos Rosalinda y yo sentados en un banco del paseo, dispuestos a implorar la caridad pública. Nuestros trajes, sobre todo el de ella, que era ya más viejo, habían sufrido mucho en el viaje y no tardarían en ser unos andrajos, y los zapatos estaban completamente rotos; el atavío era a propósito para mendigar.
Un caballero alto, grueso, muy encarnado, que nos pareció vestido como un personaje, vino a sentarse por casualidad junto a nosotros.
Venciendo mi repugnancia alargué la mano, y él me dio una moneda de cobre. "



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