Juntacadáveres (fragmento)Juan Carlos Onetti
Juntacadáveres (fragmento)

"Atónito y rencoroso, con las pistas embrolladas, llenándose de amigos muertos o perdidos, situado sin dinero en el principio del miedo, Junta alquiló una pieza próxima al puerto, permitiéndose veinte días de vida.
Comía poco y se levantaba al oscurecer para perder la noche buscando en los cafetines del Bajo la cara o el gesto familiar que pudieran guiarlo hasta María Bonita. Había encontrado, en la esquina de la pensión, un café sucio y en ruinas, se había hecho dueño de una mesa junto a la ventana empañada de grasa, cerrada siempre contra una ciudad de nieblas y fantasmas. Por una copa que prolongaba durante horas, compraba el derecho a examinar los fracasos de la noche anterior, las esperanzas e intuiciones de la próxima. Peligrosamente, el gran tema de su regreso a la capital era cada vez menos María Bonita y el negocio, cada madrugada más él mismo, Junta, la juventud y el pasado.
Envejecido, con la conciencia de la camisa sucia, del vello en las orejas, de los tacos torcidos, de la soledad y el rechazo, tocaba con la lengua la copita de cazalla e iba formando al Junta cruel y joven, rabioso por vivir, al Junta de las noches heroicas y codiciosas.
Al principio había sido aquella grosera cosa, aquel oficinista de veinte años que trataba de satisfacer un orgullo, también grosero, instintivo, con todo lo que pudiera obtener gratis de las mujeres. Después, no se sabe cuándo, tan evidente como la pubertad, una dolencia o un vicio, segura, instalada para siempre, apareció la vocación. Casi nada, al principio; nada más que decisiones caprichosas en esquinas de suburbios, gratuitas crueldades en los reservados para familias de los bares, un frenético desprecio por las confesiones de los amigos. Nada más que eso y la debilidad, la angustia de saberse distinto a los demás, la extraña vergüenza de mentir, de imitar opiniones y frases para ser tolerado, sin la convicción necesaria para aceptar la soledad. Mantenido alerta por la intuición de que su destino, aquella forma de ser, que ansiaba y en la que creía vagamente, no podía cumplirse en la soledad.
Era todavía también el tiempo de las oficinas, de los empleos de cien o ciento veinte pesos, de horarios de ocho horas, de su letra redonda, clara, pareja, extendiéndose azul, dócil, espontáneamente engañosa sobre Diarios y Mayores, construyendo la sensible inutilidad de las columnas del Cuentas Corrientes. Era el tiempo de la corta, rápida sonrisa torcida ante patrones, contadores y gerentes: la voluntad sin cobardía de ser simpático, de imponer a los demás una forma adecuada del respeto, de ser aceptado. Y, simultáneamente, la voluntad de no entregarse, de no aceptar el mundo extravagante que los otros poblaban y defendían.
Pero ya era, aunque precario, el tiempo de la breve y costosa felicidad en las peluquerías, del abandono masculino y casi sin objeto en la tibieza violentamente perfumada de los salones prolongados por espejos que parecían reproducir también las discusiones deportivas, el ajetreo de los clientes y de la calle; el abandono a las navajas, a la ausencia rodeada por los paños húmedos e hirvientes de los fomentos. Mientras la realidad, todavía desconcertante e indócil, se comunicaba con su ensueño sin imágenes entre las toallas asfixiantes y mentoladas, sin interrumpirlo, fortaleciéndolo, por medio de los dedos que trabajaba la manicura y el zapato que repulía el lustrabotas. "



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