Auto de los condenados (fragmento)António Lobo Antunes
Auto de los condenados (fragmento)

"Y ahora, por tanto, mi prima se quedaba allí, descalza, con los pies aplanados como los de los patos, en las baldosas de la fábrica, con la misma pasividad con la que de niña entró en el coche y viajó hacia Beja, con el mismo vestido, las mismas trenzas rígidas y la misma muñeca bajo el brazo, y yo, con hábito, me acercaba a ella preguntando, con un repelente tonillo eucarístico, ¿Ésta es la niña?, y distinguía la silueta obediente del buceador australiano (¿o de mi abuelo?) avanzando, en el atrio de la iglesia de Santa Maria da Lagoa, hacia las religiosas acurrucadas en los bancos, y me distinguí a mí misma observando hacia abajo por la ventanilla del compartimiento de los trenes, pensando Van a internarme a mí también, van a obligarme a comer sopa de nabos de lunes a domingo, en un comedor repleto de estampas y de huérfanos. El buceador usaba aletas, gafas empañadas, bañadores e incontables pecas y pelos color naranja en los hombros y el pecho: Ana, aclaró mi prima, siempre sin sonreír, con el gesto amplio de los guías de museo frente a piezas únicas. El chófer cojo saludaba a mi tía, a mi tío, a los criados, a mi madre que regresaba de la tienda con una botella de aceite, y sólo volví a verte diez años después, al parar en Monsaraz camino de Lisboa, ataviada como se ataviaban las amas de llaves en aquella época. Te encerraste con el abuelo en el despacho a discutir con él, a hablar tan alto y tan feroz y tan autoritariamente con el viejo, a conseguir hacerlo callar, a hacer sonar la campanilla ante mi tío y a insultarlo también, a insultarlos a ambos sin que se atreviesen a responderte, mientras tu madre, que se había mantenido casi siempre tranquila en tu ausencia, le chillaba, agarrada por mi tía, en la base de las escaleras, a la perra perdiguera que le lamía las rodillas y las piernas, y después una puerta se golpeó con fuerza, y después otra, y después otra, y después otra, y sólo pasados unos años me revelaron que vivías en el Outeiro, atiborrada de pulseras y collares que los gitanos venden en las ferias y las campesinas codician y desean comprar, que vivías en el Outeiro con una desconocida, una extranjera, una herida vergonzosa para nosotros, y después vino el taller de las mantas y nos enteramos de eso, a la mesa, por una criada, y la conversación continuó como si no pertenecieses a la familia, como si no fueses tú, como si estuvieses tan muerta como tu madre a cuyo entierro no viniste y cuya herencia nunca pediste ni exigiste, y sólo inesperadamente, cuando el abuelo enfermó, te vi en el pueblo entrando en la taberna con el buceador australiano al lado, los dos tan poco limpios que las personas se volvían para miraros, la nieta del señor ingeniero disfrazada como para el carnaval y con un anillo en cada dedo para los funerales de él, y pensé que te vengabas de esa forma de todos los años de humillaciones y miseria, de los chillidos de tu madre sujeta a la fuerza por su hermana en el rellano de las escaleras, por su angustia y sus gritos que sólo aplacaban las infusiones de los farmacéuticos, y a los que sólo mi padre parecía no hacer caso, levantando y bajando las banderas de jefe de estación en la cima del castillo. "


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