La buena reputación (fragmento)Ignacio Martínez de Pisón
La buena reputación (fragmento)

"Con los preparativos fue recuperando el buen humor. Los contactos de Ramiro para alquilar apartamento tardaban en dar resultado, así que confiaron en una agencia de viajes que les consiguió una reserva para un hotel en primera línea de playa recién inaugurado, el Montemar. Ramiro se aseguró de que Miriam no se enterara del precio, lo que quería decir que no debía de ser precisamente barato. La esplendidez de su marido se le antojaba una prolongación de su capacidad natural para organizar las cosas. A su lado todo parecía fácil, como cuando era niña y sabía que, estando con su padre, nunca tendría que preocuparse por nada. El mundo a veces se le presentaba sencillo, ligero, armonioso, como un juego que se atuviera a unas reglas claras y precisas, y entonces todo cobraba un sentido especial y se incorporaba a una escala más amable, en la que lo arduo se volvía llevadero y lo llevadero gustoso. Que Daniel se pasara el día haciendo trastadas o que Elías estuviera desarrollando una leve cojera no tenían por qué amargarle la existencia, y lo mismo le ocurría con las intempestivas llamadas de sus padres o con el desapego de su hermana. La vida podía ser hermosa sin ser perfecta. Más aún: la vida podía ser hermosa en su imperfección. Cuando pasaba por una de esas fases de exaltación, hasta Ramiro le parecía bastante más atractivo de lo que en realidad era: no veía en él ni las piernas gordezuelas ni la tripita tirante ni los ojos más bien juntos, y sí las manos sin pelos y la nariz recta y la distinguida arruga de la frente. No, nunca diría que Ramiro era un hombre guapo pero, como esos retratistas que captan los mejores rasgos del modelo y esconden sus imperfecciones, sabía distinguir su expresión más noble o su sonrisa más favorecedora, y era así como tendía a representárselo. Pensaba Miriam que el amor estaba unido a la belleza: o nos enamoramos de lo que nos parece hermoso o aquello que amamos nos lo acaba pareciendo. La naturaleza, por otro lado, había repartido entre Daniel y Elías los rasgos de Ramiro con tan rara equidad que, sin parecerse entre ellos, se parecían los dos a su padre. Uno tenía su mentón y sus ojos y su manera de mover los brazos, el otro su nariz y su cuello y la forma de su cara. ¿Cómo explicarse la belleza de sus hijos (que ella consideraba indiscutible) sin apreciar al menos un germen de belleza también en su marido? Querer a Daniel y a Elías era querer en ellos a Ramiro y viceversa, y ahora Miriam empezaba a vislumbrar las dificultades de ser hija y madre a la vez: en cuanto fundabas tu propia familia, dejabas de pertenecer a tus padres para pertenecer a tus hijos. Si de nuevo volvía a ilusionarse con la idea de grabar un disco, era sobre todo por ellos: por los niños, por Ramiro. Eran ellos los que tenían que sentirse orgullosos de ella, y nada la animaba tanto como saber que contaba con su respaldo.
Sara salía de cuentas pocos días antes del viaje. Como el parto se preveía complicado, los médicos optaron por practicarle la cesárea, así que tuvo que permanecer ingresada durante más de una semana. Miriam iba por las tardes a visitarla y echarle una mano. La víspera del viaje, en cambio, acudió por la mañana. La recién nacida era una muñequita pelona de cara redonda y grandes mofletes. A Miriam le gustaba apoyársela en el pecho y pasear por la habitación dando saltitos. Sara hacía gestos de dolor cada vez que cambiaba de posición en la cama. "



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