Celos del aire (fragmento)José López Rubio
Celos del aire (fragmento)

"Enrique.—¡Naturalmente! Yo soy un hombre de la ciu­dad y no claudico nunca de mis prerrogativas ni en el cam­po ni en una isla desierta. Llevo conmigo el horario de las gentes civilizadas. No comprendo por qué ha de olvidarse uno de sus principios sólo porque haya unos cuantos árbo­les más... o que se tenga uno que despertar porque se le ocurre cantar a un gallo al amanecer.
Bernardo.— ¡Ah! ¿Lo has oído? Te despertará todas las mañanas, a la misma hora, como a mí.
Enrique.—No. No me volverá a despertar. Ni a ti tam­poco. Le he tirado desde la ventana una botella de agua mineral.
Bernardo.—¿Le has dado?
Enrique.—Creo que sí. Por lo menos, le he dado a una cosa con plumas...
Bernardo.—A lo mejor era una gallina.
Enrique.—Puede.
Bernardo.—¿Tú no distingues un gallo de una gallina?
Enrique.—No. Yo soy un caballero. Y tú, en vez de pres­tar a la Naturaleza una curiosidad morbosa, debías atender a tus ocupaciones.
Bernardo.—Que son...
Enrique.—Hacerle al amor a Isabel. (A Isabel.) ¿Ver­dad?
Isabela.—(Indiferente.) Sí.
Enrique.—(Desesperado.) ¡Así, no es posible! Debíais tener alguna consideración para la pobre Cristina. ¿Cómo va a sospechar de vosotros sin motivo?
Bernardo.—Siempre sospecha sin motivo.
Enrique. — De ti, sí. Pero de ésta... ¿No te da ver­güenza?
Isabel.— ¡ Enrique!
Enrique.— ¡Si es verdad!... No parece sino que el flir­tear contigo un par de días sea una cosa desagradable. (A Bernardo.) Te advierto que de ella se ha enamorado mu­cha gente. Y que suele recibir ramos de rosas amarillas, no sabemos de quién. Y cuando nos casamos, estuvo a punto de suicidarse un ingeniero... (A Isabel.) ¿Cómo se llamaba?
Isabel.—No me acuerdo.
Enrique.—(A Bernardo.) Sí, hombre... Uno alto, con lentes, que iba mucho al «Golf»...
Bernardo.—¿Palacios?
Enrique.—No, Ese no es ingeniero... Se llama... Bue­no, lo mismo da. No cambiéis de conversación.
Bernardo.— ¡Si estamos esperando tus órdenes! Dijiste que lo dispondrías todo.
Enrique.—Ya comprenderás que lo hago por ti, y ésta, lo mismo. Porque somos unos buenos amigos y tenemos que pagar de algún modo el pan que comemos en esta casa, que, por cierto, no es muy allá... El esfuerzo de ima­ginación que estoy haciendo podía emplearlo en una co­media, que luego le gustaría mucho a ese señor con barba, que es el único que paga en mis estrenos.
Bernardo.—¿Qué señor con barba?
Enrique.—¿Cuál va a ser? ¡El último que queda! Yo pienso en él siempre que escribo, porque es lo que se llama el público sano. Bueno, y basta. Ahora voy a arre­glaros una cita misteriosa en algún sitio.
Bernardo.—¿Dónde?
Enrique.—Para empezar, no muy lejos. Donde haya el romanticismo indispensable. Por ejemplo, una barca, en el lago. "



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