Blancos y negros (fragmento)Arturo Campión
Blancos y negros (fragmento)

"Los chicos rompieron filas y formaron corro alrededor del maestro.
Este repitió la pregunta. Un cuchicheo recorrió susurrando los grupos de los muchachuelos, y cierta sonrisa burlona, acentuada por la expresión de crueldad inconsciente propia de los pocos años, animó aquellas infantiles caras de atezados cutis, mocosas narices y broncas e incultas cabelleras. Don Bernardino siguió la dirección de las miradas y dio con Martinico.
Este, ocultas las manos dentro de los bolsillos, tiritando, pálido, encajonada su cabeza entre la doble joroba y restregándose los pies manchados de lodo, levantaba sus ojos descoloridos y tristes, cuyo párpado inferior henchían las lágrimas próximas a correr. Sus labios abiertos temblaban, y la distancia de la boca a la nariz, por la actitud suplicante de la cabeza, parecía mayor y redondeaba la expresión lela de su rostro.
¡Cuán amarga bullía la hiel de don Bernardino! Contemplábase, a sí propio, enfermo de una lesión pulmonar incurable, atribuida por él mismo al clima húmedo y frío. ¡Ah!, la suerte no le había sido amable. Hijo de pobrísimos labradores, desde su mísero villorrio del Pirineo, de once años, pasó a Pamplona a servir de mancebo o aprendiz de comercio. Un pariente cura que en la capital vivía, notando su despejo, lo tomó a cama y mesa y se comprometió a sufragarle los estudios de gramática. Muerto el sacerdote, Bernardino colgó los manteos, siguiendo la carrera de maestro, a costa de infinitas privaciones. Después cayó quinto. En el ejército hubiese tenido porvenir si su carácter atrabiliario y altivo no le perjudicara. Con los inferiores era duro, con los superiores tieso: defecto el segundo insubsanable y peligroso el primero, porque los subalternos ascienden. Le dominaba la pasión de la lectura, incubada por la ebullición de ideas que produjo la septembrina. Convínose la semi-ignorancia del dómine, con la semi-ciencia del lector atropellado de obras medianas y heterogéneas.
Como nunca tomó libro que le hablase de su tierra, se disipó el sabor de la patria nativa. La patria de sus amores era la patria política, la que él halló enaltecida y celebrada por sus autores favoritos. Era la suya la de las almas modeladas por la guerra de la Independencia, madre verdadera del unitarismo español. Profesaba al regionalismo odio de jacobino, y entre todas las manifestaciones de la vida local ganaban la palma de sus antipatías los idiomas. Singularmente detestaba el vascuence, recordando, acaso, las burlas que le valió cuando comenzaba a chapurrar el castellano que hoy, con su criterio de maestro de escuela, estimaba ser la lengua más sonora, majestuosa, rica y perfecta del orbe. Su execración al vascuence fermentaba con el furor del renegado, del parricida. Aunque montañés, por sugestión literaria le entusiasmaban los horizontes despejados, las llanuras inmensas, el cielo azul, el sol radiante y los demás lugares comunes de las bellezas de España. Tras de mucho rodar, gracias a las recomendaciones del general en jefe de quien había sido asistente, a falta de cosa mejor, logró obtener el cargo de maestro municipal de Urgain, donde vegetaba con sueldo mezquino, echando pestes del paisaje, del paisanaje y del celaje, agriado su carácter desapacible y vidrioso, ulcerado su corazón, poco sensible, de suyo, por decepciones de carrera, desventuras de familia y dolencias físicas. De los chicos entregados a su férula, no veía sino los defectos. Ellos y él se servían de mutuo tormento.
Don Bernardino miró torvamente a Martinico, sin que la compasión le oprimiese el pecho ante aquel ser deforme, triplemente herido por la escrófula, el raquitismo y la miseria. La debilidad del niño, el desamparo del mendigo, la fealdad del contrahecho que la mano torturadora de la desdicha le ponía debajo de las plantas, era cebo a la ruindad de sus sentimientos, a la cobardía de su ánimo, a la amargura de sus afectos y a la dureza de sus entrañas. "



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