La noche que llegué al café Gijón (fragmento)Francisco Umbral
La noche que llegué al café Gijón (fragmento)

"En la barra del café estaban, a última hora de la tarde, los reporteros de la calle, de la noche y de la vida, con ojos brillantes de lobos jóvenes, dispuestos a lanzarse a la guerra de la noticia: Yale, Raúl del Pozo, Carril, Lópezaria, Olano a veces, todos con un cierto énfasis de saber cosas. Era todavía el periodismo de escándalo social y mundano, de inmoralidad velada, era todavía el reporterismo de impertinencia y prisa, que algunos escribían muy bien, como Raúl del Pozo, que vino de Cuenca con un sentido innato del idioma, una corbata desastrosa, una sonrisa de pícaro genealógico y un trato especial, eficaz y contradictorio para las mujeres.
Aún tardaría muchos años en llegar el reporterismo político, que a veces harían estos mismos que se habían dedicado tanto tiempo a folklóricas y toreros. Yo dudaba entre ser y no ser uno de aquellos lobos esteparios de la noticia frívola de medianoche, y a veces lo era, pero tenía muy fuerte el tirón literario, incluso lírico, así como el tirón político. Demasiados tirones para vivir uno tranquilo.
Madrid, sí, se iba llenando de turistas rubias, y con este dinero del turismo hicieron triunfalismos económicos los tecnócratas de Cristo, pero la verdad es que les habían dado a administrar un dinero regalado, y eso era todo. En realidad, para lo fácil que fue aquel dinero del turismo, no supieron o no quisieron aprovecharlo y mejorar a fondo la estructura económica e industrial de España. A las turistas se las llevaban los ligones del café a la plaza de la Paja, a la plaza de la Cebada, a la plaza Mayor, a la plaza del Alamillo, a todas las plazas recónditas o grandiosas de Madrid, haciendo de la noche estival una teoría de plazas que llegaba a marear a la europea de Estocolmo o la yanqui de Cincinatti. Y una vez mareada, a la cama, al hotel, al amor o al negocio, según cómo y cuándo.
Fue cuando todos los incultos del café visitamos por primera vez el Museo del Prado —que yo sólo conocía por el libro de Eugenio d’Ors— y algunos descubrimos que efectivamente Goya era una conmoción de pólvora y sexo en la Historia de la pintura, que Zurbarán era un surrealista que había suprimido el oxígeno de sus cuadros y que el Greco era un erótico amoratado, un voyeurista reprimido y a lo místico.
Del Greco y de Goya había leído yo las prodigiosas biografías de Ramón Gómez de la Serna. Ramón veía el arte como si estuviera vivo, como veía las tazas de su casa para explicarlas maravillosamente. Le quitaba solemnidad al arte del Museo y le daba cotidianidad. Ése era su gran secreto. Los demás iban al Museo a enfatizar lo enfático de todos los museos. Incluso d’Ors, y quizá éste más que nadie, aunque su libro sobre el Prado me había gustado mucho. "



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