Laberintos (fragmento)Jesús Fernández Santos
Laberintos (fragmento)

"Al fin, las procesiones comenzaron. La ciudad desierta, sin el zumbido habitual de los autocares, con la insólita presencia de las filas azules que formaban los niños del Hospicio, visitando los monumentos, se fue llenando tras la hora de comer. Soldados de guante blanco, chicas en trajes festivos, gente del campo, subían en cansina peregrinación por las sendas que cruzaban la muralla. Paisanos embutidos en oscuros trajes de pana, niñas y mujeres con vestidos al brazo, pausados borricos con su carga de meriendas y zapatos, con la abuela meciéndose encima, con los niños corriendo detrás junto a canes sonámbulos que olfateaban la comida.
Los pueblos de la Vega, a lo largo del río quedaron cerrados. Toda su gente andaba de camino llenando los senderos de nutridas caravanas que parecían disgregarse en los duros repechos, para reunirse luego al cruzar los arrabales. Cuando los vecinos de los arrabales mismos, de los barrios del río, cerraron también sus puertas, llenando a su vez la carretera, entonces, realmente, la Semana Santa dio comienzo.
La calle principal, más estrecha que nunca, repleta de sillas y tribunas, las plazas reducidas a pequeños círculos donde viejos municipales reñían sordas batallas con los niños; iglesias de par en par vibrando en su interior de luces y misterio, voces llamándose, gritos infantiles, solitarios nazarenos cruzando furtivamente la calzada, rostros cansados de escrutar el cielo.
Rompió a llover. Agua fina que pronto hizo más oscura la calzada y abrió algunos periódicos sobre las cabezas. El público de las sillas aprestó sus impermeables. En algunos balcones surgieron paraguas.
La espera crecía. No era nada el ir y venir de guardias y empleados del ayuntamiento, el paso rápido de algún importante encapuchado con su vara de plata en la mano, acercándose la túnica a los ojos para ver mejor. Antes de oírse los primeros tambores un murmullo corrió a lo largo del público, como animoso mensaje para olvidar la lluvia.
Los primeros nazarenos, tras su labrada cruz de guía, desfilaron un poco ajenos a la muchedumbre, sin música ni redobles a los que acomodar el paso. También ellos miraban de cuando en cuando al cielo, donde nubes plomizas se agolpaban girando sin cesar.
Nueva pausa. Un hermano mayor llegó ordenando detenerse. Ahora podían oírse claramente los tambores y una lejana marcha que la banda de la ciudad interpretaba. Los tres nazarenos de la cruz charlaban a media voz, entre sí, mientras los de las filas se entretenían con la cera de los cirios, librando sus llamas del viento. La gente los miraba con mezcla de respeto y prevención, excepto si buscaban algún familiar entre ellos.
Por fin el nazareno de la alta vara de plata llegó con los imperiosos ademanes que evidenciaban su jerarquía superior. Hubo un breve conciliábulo con los de la cruz, durante el cual los ojos se movían inquietos bajo la tela al fondo de los pequeños agujeros.
De nuevo en marcha. Los tres delante con el madero en alto y el resto tras ellos, en dos filas, al compás del redoble, cuidando de no manchar de cera los hábitos.
Un resplandor anunció en la calle la aparición del primer paso. De nuevo se alzaron los clamores de antes. Venía totalmente iluminado, brillando los brocados que cubrían la imagen, su total policromía como una viva y reluciente nave. Rodeada de soldados, de cofrades con grandes escapularios, precedida del mayoral que ordenaba la maniobra a los que empujaban debajo, fue a pararse con un chirriar de ruedas, ante el Hostal, desde cuyos balcones contemplaban las procesiones Fornell y sus amigos. "



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