El planeta de Mr. Sammler (fragmento)Saul Bellow
El planeta de Mr. Sammler (fragmento)

"Salieron por la puerta de la verja de hierro del pequeño parque y se dirigieron hacia el oeste, más allá de la Casa de los Cuáqueros, y luego dejaron atrás los fríos edificios de arenisca que se alzaban entre árboles. Las panzas encadenadas de latas de basura. Una de las cadenas incluso tenía una envoltura. Y había perros, y más perros, que gozaban de la devoción de los niños, las mujeres, por lo general atildadas, y ciertos homosexuales. Uno habría dicho que solo los esquimales tenían casi tanto que ver con los perros como aquel sector concreto de la humanidad. Los veterinarios debían de tener yates. Cobraban mucho.
«Le diré cuatro cosas a Shula», decidió Mr. Sammler. Detestaba montar escenas con su hija. Podía apretar los dientes, estallar en gritos. Se preocupaba demasiado por ella. La quería mucho. ¡Y, en verdad, era su única contribución a la continuidad de la especie! Sentía una opresión en el pecho cuando pensaba que él y Antonina no se habían integrado mejor. Desde que Shula era una niña, había visto, especialmente en la vulnerabilidad de su cuello, en las visibles glándulas, en las venas azules, en los grandes y azulados párpados y en su cabeza, gruesa por arriba, un lamentable legado, tan necio como frágil, que le infundía un sentido de perdición. Bien, las monjas polacas la habían salvado. Cuando Sammler llegó al convento para recogerla, ya ella tenía catorce años. Ahora contaba más de cuarenta e iba por Nueva York con sus bolsas de la compra. Debía devolver el manuscrito de inmediato. Mr. Sammler no quería ni pensar en la forma asiática que estaría tomando la desesperación de aquel hombre.
Entretanto, la conciencia de Sammler se ponía al rojo vivo. Quizá debido al estado de Elya Gruner. Aquello tomaba una forma curiosa, la de una inmensa envoltura carmesí, un tejido de seda que cubría el cielo, una especie de sobre cerrado con un botón negro. Se preguntó si eso no significaría lo que los místicos querían significar ante un mandala, y creía que Govinda, un asiático, se lo habría sugerido. Pero él, judío, por muy britanizado o americanizado que estuviera, también era asiático. En su último viaje a Israel, y de eso hacía muy poco, había preguntado hasta qué punto, después de todo, los judíos eran europeos. La crisis que presenció allí había sacado a relucir un orientalismo profundo. Incluso entre los judíos alemanes y holandeses, pensó. En cuanto al botón negro, ¿sería una imagen ulterior de la blanca luna?
Por la calle Quince soplaba una cálida brisa de primavera. Lilas y aguas residuales. Aún no había lilas, pero algo en el ambiente resultaba aterciopelado y dulce —el gas de las alcantarillas—, y hacía pensar en lilas florecidas. En torno había una suavidad quizá de hollín disuelto, o de aire filtrado por muchos pechos humanos, o metabolizado en cerebros multitudinarios, o expelido por otros tantos intestinos, y ¡cuán profundamente le llegaba a uno! De vez en cuando se recibía un placer apreciativo o fantasioso, inconsecuente en apariencia, sugerido por la rojiza arenisca, por las frescas esquinas del calor. ¡Qué bendición! En una época Mr. Sammler se había resistido a tales impresiones físicas, al cómico cortejo de esa dulzura momentánea y fortuita. Durante mucho tiempo había sentido que él no era necesariamente humano, que la mayor parte de las criaturas le servían de poco. Se interesaba muy poco por sí mismo. Era puro desafecto. Incluso lo dejaba frío pensar en recuperarse. ¿Qué había que recuperar? ¿Qué interés podían tener las formas anteriores de sí mismo? Se sentía indispuesto consigo mismo, incapaz de emitir juicios. Pero diez o doce años después de la guerra se dio cuenta de que también eso iba cambiando. En el ámbito humano, con todos los demás, era humano en los detalles concretos de la vida corriente… y, en resumidas cuentas, resurgió en él su cualidad de criatura. Sus trucos groseros, su encanto de perro que olisquea. De modo que ahora, verdaderamente, Sammler no sabía cómo considerarse. Deseaba, con Dios, librarse de la esclavitud de lo ordinario y lo finito. Un alma liberada de la Naturaleza, de las impresiones y de la vida cotidiana. Hasta el mismo Dios debía de estar esperando que eso ocurriese, seguramente. Y un hombre muerto y enterrado no tendría otro interés. Él debía estar perfectamente desinteresado. Eckhardt decía en muy pocas palabras que Dios amaba la pureza y la unidad desinteresadas. Al propio Dios le atraía el alma desinteresada. ¿Acaso un hombre que ha vuelto de la tumba puede interesarse en algo más que el espíritu? Sin embargo, y de forma bastante misteriosa, ocurría, pensó Sammler, que uno siempre volvía, tan poderosa y persuasivamente, a las condiciones humanas. Así que esos puntos luminosos siempre se reflejan en todo aquello hacia lo que el hombre se vuelve, en todo lo que fluye en torno a él. La sombra de sus nervios siempre proyectará rayas, como los árboles sobre la hierba, como el agua en la arena, la red hecha de luz. Era un segundo encuentro del espíritu desinteresado con necesidades biológicas fatales, un partido de desquite con la persistente criatura. "



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