El arpa birmana (fragmento)Michio Takeyama
El arpa birmana (fragmento)

"En Birmania, cuando alguien muere, suele desfilar en su funeral un número de bonzos igual al de los años que contaba el difunto. En este caso, no había desde luego tal contingente de bonzos que igualara la suma de años de los muertos. Con todo, había una gran muchedumbre de bonzos.
Mientras estábamos todavía viéndolos pasar, nos asaltó un pronto de sorpresa.
En medio de la procesión, ¿no iba caminando aquel bonzo que se parecía a Mizushima?
Este hombre marchaba muy sereno, avanzando el paso siempre hacia el frente. Llevaba una llamativa túnica amarilla, y la cabeza rapada hasta parecer azul. Su edad era muy joven, pero parecía ocupar un alto puesto en la jerarquía monacal. Comparándolo con la imagen que de él teníamos cuando por primera vez nos lo encontramos sobre el puente, ahora irradiaba una más profunda sensación de dignidad, aunque también se le advertía un dejo de tristeza.
En sus facciones, desde luego, se parecía a Mizushima. Sin embargo, en cuanto al aire de viva intrepidez que caracterizaba al cabo Mizushima, había una diferencia abismal. La cara de Mizushima parecía cortada por un patrón de línea vertical, que manifestaba su carácter concentrado y resuelto; mientras que en las facciones de este hombre dominaban las líneas suaves, como atestiguando más bien la faceta de una serena paciencia ante la adversidad.
Si todo quedara ahí, se podría considerar que no había de qué asombrarse. Pero es que este bonzo mostraba un proceder singular, distinto del de sus compañeros de esta tierra.
Llevaba él colgada del cuello una caja cuadrada envuelta en un paño blanco; y caminaba sosteniendo la caja con ambas manos. Su figura era fiel réplica de la que suelen presentar los japoneses cuando transportan restos mortales.
Nadie más había allí que pusiera por obra dicha práctica.
Este bonzo no tenía hoy el guacamayo posado en su hombro, pero sí iba como otras veces, silencioso y con la mirada baja. Así fue como pasó ante nuestra vista.
El capitán dejó escapar un sordo «¡ah!» de admiración.
También nosotros sin darnos cuenta relajamos nuestra postura de firmes, y nos quedamos mirando a aquel hombre boquiabiertos y con los brazos caídos.
Parecía ser el mismo, y parecía ser otro. Parecía ser japonés y parecía ser birmano. Por lo demás, tenía idéntico aspecto a los otros muchos monjes birmanos allí presentes, aunque su pauta de comportamiento era singular. Aquella figura de un extraño bonzo birmano que, mezclado entre el fausto y la solemnidad de la procesión, portaba una sencilla caja blanca colgada de su cuello, desapareció pronto de nuestra contemplación. Luego seguirían muchos birmanos, y tras ellos una serie de carretas de bueyes atestadas de ofrendas. Cerrando marcha iba un enjambre de mendigos en actitud de pedir limosna. Era el colofón de aquel desfile.
La gente, que se había apartado a los lados del camino, descompuso sus filas y refluyó sobre la plaza del mercado, que volvía a su bullicio anterior. Enseguida pudimos ver cómo la procesión, tras ascender por un camino en cuesta, entraba en el templo budista de lo alto de la colina.
Esa noche, tras regresar al campamento, nos enzarzamos en discusión, pasando casi toda la noche en claro. "



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