Hapworth 16, 1924 (fragmento)Jerome David Salinger
Hapworth 16, 1924 (fragmento)

"La cosa más hermosa del mundo, en una familia bastante numerosa que se dirige a una fiesta o aún a un restaurante cualquiera, son las posiciones impacientes y desdeñosas de todos los cuerpos en el living cuando esperan a que el más lento esté pronto. ¡Mentalmente le imploro al conmovedor autor de pelo gris del futuro, que comience el relato con las hermosas posiciones de los cuerpos; en mi opinión, el mejor asunto con el que empezar! Les doy mi palabra de honor que el vislumbre de esa velada es una soberbia alegría, de principio a fin. Me resultan magníficos los destinos hermosos y abiertos que encuentra cada persona en la vida, si solo espera con suficiente paciencia, flexibilidad y fortaleza ciega. Les, si has retornado del lobby, sé que mantienes honorablemente cierto escepticismo respecto a Dios o la Providencia, o cualquier denominación que quieras aplicarle que te resulte menos enervante o embarazosa, ¡pero te doy mi palabra de honor, en este día bochornoso y memorable de mi vida, que uno no puede ni siquiera encender un cigarrillo al azar a menos que nos sea dado el artístico permiso del universo! El término permiso es demasiado amplio, más bien quiero decir que la cabeza de alguien debe asentir antes de que el cigarrillo pueda ser tocado por la llama del fósforo. Lamento con toda mi alma reconocer que esta descripción también es demasiado amplia. Estoy convencido que Dios, amablemente se pondría una cabeza humana, capaz de asentir, en beneficio de algún admirador que disfrutara imaginarlo de esa manera, pero yo, personalmente, no soy partidario que Él luzca una cabeza humana y probablemente me diera la vuelta y me fuera si Él se pusiera una para mi dudoso beneficio. Esto es una exageración, seguramente. Sería el menos capacitado para separarme de Él, aún si mi vida dependiera de ello.
Es entretenido darse cuenta que estoy sentado aquí, de pronto, sólo en este abandonado bungalow, llorando o sollozando, como prefieran denominarlo. Pasará en un momento, no lo dudo, pero es triste y cansador darse cuenta, en indefensos interludios, en qué medida soy un joven cansador; el setenta y cinco u ochenta por ciento de mi vida, me dedico a sobrecargarlos sin compasión, a todos y cada uno, hijos y padres, con una carta larguísima, llena hasta el tope con el flujo incesante de mis palabras y pensamientos. Siendo franco, no es tanto culpa mía, sino de algo, entre muchas otras cosas, que rompe los ojos, y es que es muy fácil para un niño de mi dudosa edad y experiencia caer fácilmente en el mal gusto, las vacuas palabras y el indeseable ánimo presuntuoso. Con Dios como testigo, afirmo que estoy tratando de solucionarlo, pero es una lucha sin cuartel hacerlo sin ningún maestro al cual pueda recurrir con abandono y confianza absolutas. Si uno no tiene un maestro magnífico, está obligado a contar solo con su propia mente y es algo peligroso si uno ha nacido cobarde de corazón, como es mi caso. De todos modos debo decir, en mi propia, transparente defensa, que he estado aquí yaciendo todo el día recordando vuestros rostros, Bessie y Les, combinados con los rostros frescos y acechantes de los niños, por lo que la necesidad de estar en exagerado contacto con ustedes es circunstancial. "¡La maldición abraza, la bendición relaja!" gritó el espléndido William Blake. Esto es bastante cierto, pero no es muy fácil en familias espléndidas y gente amable que se pone un poco nerviosa o se desgasta cuando su amoroso hijo mayor y hermano maldice los abrazos por todo el lugar.
La razón por la que estoy en cama es bastante sorprendente, y he demorado en demasía mencionarla, pero no atrae mi interés personal tanto como debiera. El día de ayer estuvo sembrado de una desventura tras otra. Después del desayuno, cada Enano e Intermedio del campamento entero fuimos obligados a ir a recoger fresas, en la que era tal vez la última oportunidad de la temporada. En el transcurso de la mañana, me lastimé la maldita pierna. Viajamos millas y más millas hasta donde se encontraban los campos de fresas, en una pequeña, destartalada y anticuada carreta enloquecedora, una farsa tirada por dos caballos para la cual se necesitaban por lo menos cuatro. La carreta tenía una ridícula pieza de acero que le salía del centro de una de las ruedas de madera, y penetró en mi muslo, o en el fémur una buena pulgada y tres cuartos o dos pulgadas, mientras estabamos empujando la endiablada carreta que se empantanó en el barro; había llovido torrencialmente el día anterior, volviendo el camino intransitable en una expedición para recoger fresas.
En un arranque de enloquecido melodrama, fui llevado urgentemente a la enfermería, situada posiblemente a tres millas del lugar, en la parte trasera de la demencial motocicleta del Sr. Happy. El viaje tuvo sus fugaces momentos cómicos. En primer lugar, lamento decir que es muy difícil para mi, evitar sentirme despectivo y amargo en presencia del Sr. Happy. Estoy tratando de solucionarlo, pero ese hombre provoca que salgan a relucir reservas de malicia que pensé había purgado de mi sistema hace años. En mi tal vez débil defensa, digo que un hombre de treinta años no puede forzar a unos inútiles niños pequeños a empujar una condenada carreta para sacarla del barro cuando hubiera sido necesario un equipo de cuatro o seis jóvenes y vigorosos caballos para lograrlo. Mi malicia emergió como una víbora. "



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