En la lucha final (fragmento)Rafael Chirbes
En la lucha final (fragmento)

"A los pocos días, José mantuvo la primera entrevista con Silvia después de la vuelta, y Concha se quedó toda la tarde en la cocina, abatida. Fue aquella tarde cuando notó que una de las fotografías le hacía realmente daño. En ella se veía a Silvia con evidentes signos de embarazo y a José que apoyaba tiernamente la mano sobre el vientre hinchado. Los dos sonreían y, por detrás, había un paisaje de mar y barcas suavemente iluminadas. La instantánea debía haber sido tomada por algún paseante elegido al azar y que había resultado no tener demasiado buen pulso. Estaba un poco movida.
Curiosamente, lo que más daño le hizo fue pensar que la luz era de atardecer. Enseguida imaginó una de esas tardes de principios de verano que sólo son capaces de vivir a fondo quienes están muy enamorados, y el pensamiento se le estiró hasta esa otra tarde, desazonada a pesar del sol que entraba por la ventana de la cocina y marcaba barras de luz y otras sombrías encima de los montones de fotografías que la caja guardaba. Se le ocurrió que eran como esas rayas de las letras de cambio, que uno firma y luego llueven periódicamente cuando ya ni te acuerdas del día en que estampaste la firma, y a veces incluso mucho después de que el objeto que se adquirió con ellas haya dejado de existir.
«Entonces cerré la caja e intenté adivinar qué sitio habrían elegido José y Silvia para encontrarse. Tuve miedo de que estuvieran en un parque o en alguna placita con árboles dorados por el sol», dice Concha. «Intenté imaginar el tono en que ella le había dirigido la palabra, limpiando de parásitos telefónicos la voz que ya conocía: eran las siete de la tarde y llevaban una hora juntos. Hubiera querido saber si él la había besado; de qué modo se habían saludado después de tanto tiempo. Nunca me atrevería a preguntárselo.»
Estuvo inquieta hasta que escuchó —ya tarde— el ruido de la llave en la cerradura y, al ver a José, le pareció descubrir en él signos de fatiga y sintió miedo de un peso que se reflejaba en todo su cuerpo. Aunque tenía la certeza de que él no volvería jamás con Silvia (o «creía haberla tenido hasta ese instante», como me dijo un día), le pareció descubrir entre los componentes de su fatiga una punzada de deseo. Después, por la noche, pensó que no: no era deseo lo que había advertido en José, sino nostalgia. Ese pensamiento la torturó aún con mayor intensidad. «El pasado no podía hacernos más que daño», se queja todavía. "



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