Barrio de Maravillas (fragmento)Rosa Chacel
Barrio de Maravillas (fragmento)

"Las palabras de la señora Smith revestían al hombre caído en la calle cota ropajes antiguos o, más bien, le desnudaban, no de la chaqueta ensangrentada: le desnudaban, incluso, de su cuerpo, de sus rasgos personales, le dejaban en su alma —personal, también— pero reducida o depurada o elevada a su idea sustancial. Aquel señor, don José Canalejas, un nombre que no tenía el menor acento épico, que no evocaba fácilmente una caída como la del galo moribundo, ni un impulso o decisión como la de Daoíz y Velarde —blancos, inmarcesibles entre la fronda de la Moncloa—, un nombre que suscitaba ideas familiares: para unos sería don José, para otros, el señor Canalejas —diminutivo levemente, tiernamente despectivo, que se aplica a las cosas o bichos o menudencias…, cosejas, bichejos—, nombre que entraba, llenaba enteramente el orbe de lo familiar, de lo próximo, de lo humanamente próximo, libre de toda idea…, esclavo de la idea, víctima de la idea. La idea… Las ideas se cernían en torno a las personas. Eran como algo exento, enorme, ajeno al amor humano aunque los humanos las amaban hasta morir… Y todavía más, las ideas, enormes, exentas, no luchaban entre sí a la altura de las nubes, como los nublados que se asaetean con sus chispas, en su orbe, sin complicar la vida a nadie. Las ideas, para vencer una a otra, buscaban, elegían a un hombre, y sólo con meterle una bala en la cabeza avanzaban, copaban a su enemigo por una buena temporada. Todo esto quedaba lejos o parecía quedar lejos, pero estaba en todas partes, alcanzaba a todos. Había que salir de los juegos —amores, predilecciones, contemplaciones— y llegar a la mayoría de edad. Ser mayor significaba, en cierto modo, un alejamiento, algo así como salir del cascarón… dejar la placenta, el clima carnal, sangriento, caluroso, vital, onírico, omnipotente, infinito… Hacer dejación del placer ingrave, la soledad y tomar en cuenta… todo lo otro, lo ajeno, lo ignorado, lo inconcebible, lo que sólo se presiente cuando llega de lejos su aullido, su alarido, su rugido. Todo esto, nada más como una infinita perplejidad en la mente de Elena, al despedirse de Felisa, al prometerle ir a su casa con Isabel, a oír sus discos.
Y nuevamente la perplejidad cernida en la escalera como una luz irreconocible: crepúsculo o nublado o perplejidad, nublado de la mente. Cuarenta escalones esta vez, veinte del primero al segundo, veinte del segundo al tercero. Una constelación de enigmas, pesada, difícil de transportar, de llevar al refugio cotidiano, al estudio, al juego compartido… Los hechos, las dos muertes que habían conmovido desde la calle, desde el griterío de los gacetilleros hasta los sollozos de las dos hermanas, interrumpiendo la vida —libros por el suelo, en el pasillo, pupitres desarticulados de sus filas—, todo el trágico desbarajuste había servido…, era brutal pensarlo. Era necesario pensarlo brutalmente porque todo aquello había servido para alejar a Isabel de Elena. Para alejar a Elena como se aleja el que toma distancia para ver… Isabel tenía, ahora, el aura de su misterio. Elena temía que su mirada delatase la novedad de su visión. Necesitaba acostumbrarse al nuevo tono, no olvidarlo, sino ponerlo en su debido lugar, en su silencioso, recatado y justo rango, donde nunca pudiera ser sospechado por Isabel… Difícil, dificilísimo mantener el secreto, queriendo, al mismo tiempo, hacerle participar del cambio, la madurez que se había impuesto por los dramas vividos, que no podían considerar ajenos. Eran tan próximos, tan conturbadores del orbe familiar, aunque no de sus familias, de ninguna de las dos, pero de las dos precisamente, por ser, por trastrocar el clima dilecto. Eran tan unánimemente vividos que servían…, había que emplearlos, no era necesario decir adoptarlos: emplearlos era más exacto porque se trataba del lado práctico, del modo de poner en práctica la nueva visión, la nueva tendencia, la tendencia voluntaria hacia la madurez. "



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