La casa lúgubre (fragmento)Charles Dickens
La casa lúgubre (fragmento)

"La vida que llevábamos en la Casa lúgubre fue en un principio bastante activa. Teníamos que entablar relaciones con las familias que vivían en las cercanías y que conocían al señor Jarndyce. Por cierto que Ada y yo reparamos en que entre aquellas amistades abundaban los aficionados a aprovecharse de la generosidad ajena. Un día en que estábamos ocupadas en el cuarto de mi tutor, en poner por orden sus cartas y en contestar algunas, quedamos asombradas viendo que la mayor parte contenían peticiones de dinero, de mujeres lo mismo que de hombres, y tal vez más de estas. Advertimos que desplegaban una actividad y una afición extraordinarias en semejantes asuntos, y nos pareció que la vida de aquellos corresponsales no tenía más objeto que echar en el buzón del correo esquelas petitorias de un chelín, de media corona, de medio soberano, de un penique. Pedían de todo. Pedían y pedían ropa blanca, pedían dinero, pedían carbón, pedían alimentos, pedían intereses, pedían autógrafos, pedían franela, todo cuanto tenía o no tenía el señor Jarndyce. Los motivos y proyectos que le exponían eran tan variados como sus peticiones. Tenían que construir un nuevo edificio. Tenían que pagar las deudas de los antiguos. Tenían que establecer la cofradía de María de la Edad Media en una construcción pintoresca cuya fachada estaba grabada en una lámina adjunta a la carta. Tenían que darle un homenaje a la señora Jellyby. Tenían que mandar pintar el retrato al óleo del secretario de su comisión para regalárselo a su suegra, cuya devoción por él era bien conocida. Tenían, en fin, el capricho de erigir un hospital, un sepulcro de mármol, establecer una renta de cien mil libras esterlinas u obsequiar a alguien con una tetera de plata. Y los peticionarios tomaban una infinidad de títulos. Se llamaban las Mujeres de Inglaterra, las Hijas de la Gran Bretaña, las Hermanas de las Virtudes Cardinales (una hermandad por virtud), las Mujeres de América, las Damas de las mil denominaciones. Se ocupaban continuamente en intrigar y elegir. Les parecía a nuestras pobres mentes, y de acuerdo con sus propias cuentas, que en sus votaciones había siempre miles de personas sin que hubiese nunca candidato. Nos dolía nuestra débil cabeza pensando en la vida febril, inquieta y azarosa que debían de llevar aquellas filantrópicas damas.
Cierta señora Pardiggle era la que más se distinguía entre todas por la rapacidad de su beneficencia, si se me permite la expresión. A juzgar por el número de sus cartas al señor Jarndyce, debía de tener una capacidad epistolar casi igual a la de la señora Jellyby. Habíamos observado que el viento cambiaba siempre cuando se pronunciaba por casualidad en la conversación el nombre de la señora Pardiggle y esta quedó invariablemente interrumpida por el señor Jarndyce cuando comentó que había dos clases de personas caritativas: una, la gente que hacía poco y armaba mucho ruido por ello, y otra, la que hacía mucho y no hacía ninguno. La verdad es que llegamos a sentir una gran curiosidad por conocer a dicha dama, que debía ser, según nos figurábamos, una bienhechora del primer tipo, y por lo tanto nos alegramos en extremo cuando un día llamó a la puerta esta señora con sus cinco vástagos.
Era una mujer alta, corpulenta y de formidable aspecto, con anteojos, nariz muy prominente, voz atronadora y movimientos tan bruscos y tan enérgicos que derribaba las sillas con el roce del vestido, cuya amplitud exigía un espacio inmenso. Nos hallábamos en casa solas Ada y yo, y la recibimos con timidez, sintiendo el frío glacial que entraba al mismo tiempo que ella y ponía amoratadas las caras de los niños que la seguían. "



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