Olalla (fragmento)Robert Louis Stevenson
Olalla (fragmento)

"La vergüenza y la confusión se apoderaron de mí a un tiempo mismo, y, volviendo el papel a su sitio, me batí en retirada. Ni Felipe ni su madre eran capaces de leer aquellos libros ni de escribir aquellos versos, aunque no sublimes, tan sentidos. Era, pues, evidente que la alcoba que yo acababa de hollar con pies sacrílegos pertenecía a la hija de la casa. Sabe Dios que mi propia conciencia me lo reprendía y castigaba cruelmente. La sola idea de que hubiera yo osado penetrar a hurto en la intimidad de aquella niña, a quien la vida había colocado en situación tan extraña, y el temor de que ella lo averiguase de algún modo, me oprimían como pecados mortales. Amén de esto, me reprendía yo a mí mismo por mis sospechas de la noche anterior, corrido de haber atribuido aquellos descomunales gritos a una mujer que ya se me figuraba una santa, de semblante espectral, desvaída por la maceración, entregada a las prácticas de la devoción, y conviviendo entre sus absurdos parientes con una ejemplar soledad de alma. Y como me inclinara yo en la balaustrada de la galería, para ver el jardinillo de gustosos granados y la somnolienta dama del vistoso atavío —quien en aquel preciso momento se desperezaba, humedeciéndose delicadamente los labios, en la más completa sensualidad del ocio—, vino a mi mente una rápida comparación entre aquel cuadro y la fría alcoba que miraba al norte, hacia las montañas, donde vivía la hija reclusa.
Aquella misma tarde, de lo alto de mi colina, vi que el sacerdote cruzaba la reja de la residencia. La impresión que me causó descubrir el misticismo de la joven se había apoderado de mí hasta el punto de borrar casi los horrores de la noche pasada; pero al ver al digno sacerdote, no sé cómo, las tristes memorias revivieron. Bajé de mi atalaya y, haciendo un rodeo por el bosque, me aposté a medio camino para salirle al paso. En cuanto le vi aparecer lo abordé y me presenté solo, diciéndole que yo era el huésped de la casa. Tenía un aire muy robusto y buenazo, y fácilmente adiviné en él las mezcladas emociones con que me consideraba, a la vez como extranjero y hereje, y como herido de la buena causa. Habló de la familia con reserva, pero con evidente respeto. Le dije que aún no había yo visto a la hija de la casa, a lo cual repuso —mirándome de soslayo— que era natural. Finalmente, me armé de valor y le conté la historia de los gritos y extrañas voces que me habían sobresaltado durante la noche. Me escuchó en silencio, y luego, con un leve movimiento, me dio a entender claramente que debíamos separarnos. "



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