Gil Braltar (fragmento)Jules Verne
Gil Braltar (fragmento)

"Un ser singular era este jefe de alta estatura, vestido con una piel de mono con el pelo al exterior, la cabeza rodeada de una inculta y espesa cabellera, la faz erizada de una barba corta, los pies descalzos, duros en las plantas como cascos de caballos.
Levantó el brazo derecho, y le extendió hacia la parte inferior de la montaña. En el mismo Instante, todos repitieron aquella actitud con una precisión militar, mejor dicho, mecánica, como verdaderos muñecos movidos por el mismo resorte. El jefe bajó su brazo, y todos bajaron el suyo. Se encorvó hacia el suelo, y todos se inclinaron en la misma actitud. Empuñó un sólido palo, que blandió en el aire, y todos blandieron sus bastones, haciendo el mismo molinete; el mismo molinete que los jugadores del palo llaman la "rosa cubierta”
Después, el jefe se volvió y se escurrió sobre la hierba, subiendo por entre los árboles. La tropa la siguió, haciendo los mismos movimientos.
En menos de diez minutos los senderos del monte, descarnados por la lluvia, fueron recorridos, sin que el choque de una roca ni de un guijarro hubiese detenido aquella masa en marcha.
Un cuarto de hora después, el jefe se detuvo, y todos se detuvieron, como si los hubieran clavado en el sitio. A doscientos metros por bajo, aparecía la ciudad, tendida a lo largo de la sombría rada. Numerosas luces iluminaban el grupo confuso de edificios, de casas de quintas, de cuarteles. Al otro lado, los fanales de los navíos de guerra, los fuegos de los buques de comercio y de los pontones anclados en la rada, reverberaban sobre la superficie de las tranquilas aguas. Más lejos, a la extremidad de la Punta de Europa, el faro proyectaba su hay de rayos luminosos sobre el estrecho.
En aquel momento se oyó un cañonazo; el Birstgun fire, disparado desde una de las baterías rasantes. Entonces, los redobles del tambor, acompañados del agudo chillido del pito, se dejaron oír.
Era la hora de la retreta, la hora da que cada cual entrara en su casa. Ningún extranjero tenía ya derecho para transitar por la ciudad, sin ir escoltado por un oficial de la guarnición. A los marineros se les dio orden de volver a bordo entes de que las puertas de la ciudad estuviesen cerradas. De cuarto en cuarto de hora, circulaban patrullas, que conducían al puesto de vigilancia a los retrasados y a los borrachos. Después, todo quedó en silencio. "



El Poder de la Palabra
epdlp.com