El vestido blanco (fragmento)Remy de Gourmont
El vestido blanco (fragmento)

"Con mis manos como anteojeras, igual que rosa, miré por la ventana… La luna, ahora, proyectaba a lo largo del patio la sombra aplastada de la pesada casa señorial… otra visión me arrebató el uso de mis pupilas. Seguí, guiado por el frufrú de la tela y el ruido de botones y corchetes, todas las fases de la metamorfosis que se operaba detrás de mí, y como oía, veía por una instantánea transposición de los sonidos en imágenes veía la garganta ingenua de mi Amor y una mano rápida volviendo a subir una manga caída; el movimiento de los brazos liberaba unos efluvios tan violentos y crueles como el olor de las lilas y, bajo la punta del corsé, ¡cómo florecían largas y amargas las crueles lilas! El vestido blanco, como una avalancha, se desplomó sobre mi sueño…
Edith sonreía con tristeza.
Fueron unos conciliábulos de costureras.
Di mi opinión, que fue aceptada. Rosa se puso a descoser, para hacer desaparecer unos dobladillos y aprecié la estima en su mirada respetuosa.
Antes de marcharme, precedido por Madame de Laneuil que me conducía a mi cuarto, saludé a la joven con esa discreción que impone el acuerdo tácito de dos almas comprometidas con el mismo secreto. Sus ojos seguían los míos, sus claros ojos azules de tierna transparencia…
Desde hacía tiempo, los mirlos saludaban al sol bajo las pesadas copas de los castaños de Indias. Alberic entró en mi cuarto. ¡Las mañanas de después! Lo atormentaban algunas dudas, me las confesó con la inocencia de esos seres inquietos y bondadosos que creen encontrar alguna simpatía en los demás. Dejé que hablase, aquello me calmaba ya que, como enseña la moral de los Proverbios, en estado de desamparo, hay que mirar alrededor de uno mismo: se desprenden otros dolores, y eso consuela.
¡Ay, pienso en el santo sacramento de sus labios!
La Aparición: un murmullo la anunció. Edith hizo su entrada en el gran salón mortecino bajo la mirada indulgente de los ancestros. Sus ojos no habían llorado, pero tampoco habían dormido: una sombra se hundía alrededor de sus pálidos zafiros.
El corsé del que yo había corregido la estética acorazaba estrechamente a la Virgen bajo el gran velo blanco.
Apartándose del coro, se dirigió lentamente, seguida por todas las miradas, hacia su abuelo, un anciano conmovido casi hasta el dolor, que se apoyaba sobre la chimenea. Al pasar junto a mí, sin apenas mover los labios, con la boca entreabierta como en un suspiro, me hizo escuchar estas únicas palabras: ¡Es demasiado tarde!
Yo también bajé los ojos, devorando en mi alma la alegría maldita de los compromisos ocultos. "



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