El niño asombrado (fragmento)Antonio Rabinad
El niño asombrado (fragmento)

"Al tiempo de acostarme, mi madre me preguntó: —¿Te da miedo esa luz? —¿Miedo? Si me acompaña... Pero a media noche abrí los ojos, repentinamente despierto, aunque sin sobresalto; estaba oyendo llorar a mi madre. Era curioso: sin temor alguno, despejado del todo, estaba oyendo algo que no existía. Porque los gemidos eran los mismos que oyera meses atrás en el comedor de casa. Y aquellos gemidos, apagados y llenos de pena, eran terribles, arañaban en mi interior algo extremadamente delicado, causándome un mal horroroso.
Largo rato estuve escuchándolos, y tan reales me parecieron al cabo, que llamé en voz baja a mi madre, que dormía en el cuarto de al lado.
—¿Lloras, mamá?
—No, hijo. Estaba pensando. ¿No puedes dormir?
Incorporado en mi cama, yo la oía. La lucecita de aceite, sobre la cómoda, iluminaba un ángulo de la pared. Había en el cuarto y en toda la casa un silencioso rumor, el laborar de misteriosos telares en la noche, y la voz de mi madre, llegando desde el cuarto vecino, caía sobre mí dulce y triste, como si viniera de muy lejos, hecha luz de estrellas. Me sentí asustado. La lucecita, en la taza, chisporroteó. Miré la llama, que empezó a palpitar, dando rápidas cargas de sombra por las paredes; los contornos de la habitación se hicieron inseguros, y todo se fundía en una movible irrealidad...
—Mamá —susurré, casi en sueños—. ¿Sabes? Él no ha muerto.
—¿Qué dices, hijo?
Entonces, suavemente, empecé a hablar desde la cama. Le conté mi secreto. Yo creía que era una cosa sencilla de explicar, que bastaba empezar a nombrarlo para que mi madre me comprendiera en seguida, y que yo mismo encontraría las palabras precisas y en su punto. Pero, cosa rara, a medida que me desenvolvía en palabras, me enredaba, balbucía... e iba perdiendo increíblemente la seguridad. Notaba que no era creído, y yo mismo no conseguía ya dar con la razón exacta, íntima, sustentadora de mi creencia. Al fin, callé, confundido.
—Duerme, hijo mío —sonó la voz de mi madre, desde el cuarto de al lado, infinitamente lejana, infinitamente desesperanzada. La llama temblaba. Yo tenía los brazos helados; me alargué en el lecho y, en esto, la llama dejó de temblar, se apagó definitivamente, y yo, vacío e inerte, los ojos bien abiertos, vi cómo caían sobre mí consecutivas capas de negrura. "



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