La guarida iluminada: Diario de un sanatorio (fragmento)Max Blecher
La guarida iluminada: Diario de un sanatorio (fragmento)

"En el sanatorio no conocía a mucha gente, su tratamiento consistía sólo en inyecciones y se movía a pie, de manera que se pasaba la mayor parte del tiempo en la ciudad, sobre todo en un bar americano donde le enseñó al camarero a prepararle cócteles especiales con licores combinados, según recetas suramericanas.
Para él era una especie de exilio en una isla en la que, no obstante, uno podía encontrar todo el alcohol que quisiera, chicas guapas de vez en cuando y placas de gramófono con las últimas melodías de moda.
En ese bar y con esas distracciones pasaba el conde su existencia de Robinson Crusoe, bostezando de aburrimiento y emborrachándose como una cuba de tanto en tanto para «ahogar las penas».
La víspera de marcharse, cogió una borrachera tan tremenda que para pagar todos los desperfectos que hizo tuvo que desembolsar una buena cantidad e incluso esperar unos días más para poder irse con toda su ropa y sus equipajes en orden.
El caso es que aquella noche tampoco es que bebiera de modo exagerado, pero sentía una tremenda amargura que le partía el alma y cuando volvió a medianoche, mareado y con movimientos torpes, después de besar un montón de veces a la vieja supervisora arrugada y fea que le había abierto la puerta, se metió en su habitación, sin cerrarse por dentro, se desvistió hasta quedarse desnudo y se puso a ordenar sus cosas. Colocó las placas del gramófono encima del radiador caliente, abrió el grifo del lavabo y dejó en remojo la almohada, colocó con cuidado el colchón en el centro de la habitación para dormir al fresco, rompió una bombilla y una zafa de porcelana y, luego, le dieron ganas de vomitar y, para no manchar la habitación, abrió los cajones de la cómoda donde guardaba la lencería y su ropa, los vació y vomitó dentro; luego, lo tapó todo con la lencería limpia para que no se viera nada.
Cuando al día siguiente, a la hora de comer, la camarera entró en el cuarto, se encontró al conde durmiendo tranquilamente, en cueros vivos y con la boca entreabierta, en el suelo, en el colchón. Los discos se habían fundido con el calor y se habían convertido en una pasta negra, pegajosa e informe que chorreaba a lo largo de los caños ardientes del radiador.
Ejemplares como éste pasaban con frecuencia por el sanatorio y durante unos días constituían un motivo de diversión para los enfermos, al tiempo que enfurecían, como es lógico, al director que no comprendía muy bien esa clase de bromas.
Yo me pasaba la mayor parte de las tardes fuera del sanatorio, de paseo con el cochecito. Me daba mucha pena no poder levantarme de la camilla para acariciar al caballo. Me ligaba a él una amistad indirecta gracias a un amigo que le daba el azúcar que yo llevaba para él en el carrito. En cierta ocasión, mi caballo comió tanto azúcar que durante unos días se quedó en la cuadra malo del estómago. "



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