Reflejos en un ojo dorado (fragmento)Carson McCullers
Reflejos en un ojo dorado (fragmento)

"Las botas tenían, en efecto, un aspecto lamentable; parecía que las habían frotado con harina y agua. Alison regañó a Ana­cleto y estuvo vigilándole mientras las limpiaba. Anacleto llo­raba desconsoladamente, pero ella encontró la energía sufi­ciente para no decirle nada amable. Cuando terminó, Anacleto refunfuñó que se escaparía de casa y que abriría una tienda de telas en Quebec. Alison llevó las botas limpias a su marido sin decir una palabra, pero le dirigió también a él una mirada de reconvención. Luego se volvió a meter en la cama con un libro, porque sentía palpitaciones.
Anacleto le subió café y después fue con el coche al alma­cén para hacer las compras del sábado. A última hora de la mañana, cuando Alison había terminado el libro y estaba contemplando más allá de la ventana el soleado día de otoño, Anacleto volvió a su habitación. Estaba contento, y había olvidado por completo la regañina de las botas. Encendió un buen fuego en la chimenea y después abrió con mucha calma un cajón de la cómoda y se puso a curiosear en él. Sacó un pequeño encendedor de cristal que Alison había mandado hacer con una vinagrera antigua. Aquella chuchería le fascinaba tanto que Alison se la había regalado hacía tiempo; pero Anacleto la guardaba con las cosas de ella, y así tenía un buen pretexto para abrir el cajón cuando se le antojaba. Pidió a Alison que le dejara sus gafas y estuvo un rato examinando el tapetillo que había sobre la cómoda. Entonces cogió entre el pulgar y el índice alguna pelusilla invisible y la echó cuidadosamente al cesto de los papeles. Murmuraba cosas para sí mismo, pero Alison no prestó atención a su charla.
¿Qué sería de Anacleto cuando ella muriera? Esta pregun­ta le preocupaba constantemente. Desde luego, Morris le ha­bía prometido a su mujer que no le dejaría nunca abando­nado; pero ¿de qué serviría aquella promesa cuando Morris volviera a casarse, como haría con toda seguridad? Alison recordaba aquel día en las Filipinas, hacía siete años, cuando Anacleto llegó a su casa por primera vez. ¡Qué extraña y triste criaturita era entonces! Los otros criados le atormentaban tanto que seguía a Alison como un perrito todo el día. Bas­taba que alguien le mirase para que se echase a llorar y se retorciera las manos. Tenía diecisiete años, pero su carita inte­ligente y enfermiza tenía la expresión inocente de un niño de diez años. Y cuando estaban preparando el viaje de vuelta a los Estados Unidos, Anacleto había suplicado a Alison que le llevara consigo, y así lo había hecho. Tal vez pudieran los dos, ella y Anacleto, abrirse camino juntos en la vida; pero ¿Qué sería de él cuando ella desapareciera? "



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