El súbdito (fragmento)Heinrich Mann
El súbdito (fragmento)

"Volvía la espalda al centro de la ciudad; marchaba con paso firme, como un hombre rebosante de energía Llegaba hasta el final de la calle Meise, vacía a aquella hora de la tarde; recorría la larga calle Gäbbelchen, con sus fondas de las afueras junto a las que los carreteros uncían o desuncían las monturas, y pasaba también delante de la cárcel. Allí arriba, vigilado por una ventana enrejada y un soldado, estaba el señor Lauer, que jamás se hubiera imaginado que le sucedería algo así. «Sube muy alto y caerás muy bajo», pensaba Diederich. «Quien mala cama hace, en ella yace». Y aunque él no era completamente ajeno a los acontecimientos que habían llevado al fabricante al calabozo, Lauer le parecía ahora un ser estigmatizado, un inquietante compañero. Una vez creyó ver una figura en el patio de la cárcel. Ya estaba muy oscuro, pero ¿quizá…? Un escalofrío recorrió a Diederich, y se alejó de allí a toda prisa.
Más allá de la puerta de la ciudad, la carretera conducía a la colina del castillo de Schweinichen, donde antaño el pequeño Diederich disfrutaba junto a su madre del pavor del fantasma. Muy lejos estaban aquellas niñerías; ahora, tras cruzar la puerta, siempre torcía por la carretera de Gausenfeld. Nunca se lo proponía y lo hacía con vacilación, pues no le hubiera gustado que alguien lo sorprendiese en aquel camino. Pero no podía evitarlo: la gran fábrica de papel le atraía como un paraíso prohibido. Una fuerza irresistible le obligaba a acercarse a unos pasos de ella, a rodearla, a husmear por encima de sus muros… Una tarde, unas voces que se escucharon muy cerca, en la oscuridad, arrancaron a Diederich de aquella actividad. Apenas tuvo tiempo de agacharse en una zanja. Y cuando los hombres, probablemente empleados de la fábrica que se habían retrasado a la salida, pasaron junto a su escondite, Diederich apretó los párpados con fuerza, porque tenía miedo y también porque sentía que el brillo de sus ojos ávidos podía delatarlo.
Cuando regresó a la puerta de la ciudad, su corazón aún palpitaba, y buscó a su alrededor un lugar donde tomar una cerveza. Justo en una esquina de la puerta estaba El Ángel Verde, una de las pensiones más míseras, un edificio que se torcía de lo viejo que era, sucio y de pésima reputación. En ese momento desaparecía bajo el arco de la entrada una figura femenina. Diederich, dominado por un brusco afán de aventuras, se precipitó tras ella. Al cruzar la luz roja de una lámpara de establo, la figura quiso ocultar con el manguito su rostro cubierto por un velo. Pero Diederich ya la había reconocido. "



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