Prohibido en otoño (fragmento)Edgar Neville
Prohibido en otoño (fragmento)

"Ambrosio.—Pues es verdad, yo me siento esta mañana como si tuviera treinta años.
Joaquina.—¡Y yo también! Y no me había dado cuenta hasta que no me lo ha dicho esta muchacha. Tú sí que eres bonita, y tú sí que estás bien de salud, y verás el cacho de novio que te va a salir.
Antonio.—Todavía es pronto para eso.
Ambrosio.—Porque yo no tengo veinte años, que si yo tuviera veinte años ya le contaría a esa orejita tan mona unos cuentos de loros que yo sabía entonces...
Tomasa.—Los loros de su época hablaban castellano antiguo.
La Codos.—¡Huy! Qué va, si no hay más que fijarse en la mirada para ver la de picardías que habrá dicho en las verbenas, pero hace muy poco tiempo, hace dos o tres años, como mucho.
Ambrosio,—Pues hará dos o tres años todavía fui a la verbena una vez.
Joaquina.—Sí, y te caíste del tiovivo.
La Codos.—¡Ay, qué gracioso! Lo haría por broma.
Ambrosio. (Que no lo había hecho por gracia.)—Sí, lo hice por broma, claro. Para que se rieran un poquito. Me rompí una pierna.
(Ríen.)
La Codos.—En fin, que están ustedes tan cabales.
Joaquina.—Pues sí, y, mira, hace falta que alguien nos diga todos los días que estamos con buena salud para que nos demos cuenta de ello. porque si no, sólo nos damos cuenta cuando nos duele algo.
La Codos.— Bueno, yo me despido de ustedes y quedo encantada de haberles conocido, tenía una ilusión como no tienen ustedes idea. Adiós, don Ambrosio.
Ambrosio.—Adiós, pequeñuela.
La Codos.—Adiós, doña Joaquina.
Joaquina.—Adiós, preciosa, Déjame que te dé un beso, que eres un ángel.
(Le da un beso. Luego, la chica hace mutis a dejar el bolso.)
Antonio.—¿Qué les parece a ustedes?
Ambrosio.—Un portento, un portento; no puedo creer que esta misma haya sido una chica ineducada.
Joaquina.—No es posible. Esa finura, esa manera de hablar no se aprende en una semana, sino que se lleva de nacimiento.
Tomasa.—Pues no lo crean ustedes, esta chica cuando llegó aquí, mordía.
Ambrosio.—¡Ah! Pues eso quisiera uno ahora.
Joaquina.—Anda ya, sinvergonzón, que en cuanto te han dicho dos tonterías, ya te has puesto contento.
Ambrosio.—La verdad es que esta chica nos ha puesto a todos de muy buen humor.
Antonio.—Tal vez sea eso la buena educación.
Joaquina.—Pues es verdad, como dos y dos son cuatro.
Ambrosio.—Y cuatro, siete... ¡Vaya! (Mutis mientras va diciendo.) Hasta otro día.
Joaquina.—Hasta otro día, y vengan una tarde a merendar a casa y traigan a la chica, que le haré una tartita muy buena; que quiero volver a verla porque es muy mona, muy mona...
(Salen tos dos. Luego hace mutis Tomasa y vuelve a entrar La Codos.)
La Codos—¿Qué tal?
Antonio. (Cogiéndole la cabeza y dándote un beso en la frente.)—Perfecta, como siempre, eres una maravilla.
La Codos.—¿Usted cree?
Antonio.—Mira: no me llames de usted. Si tú me llamas de usted y yo te llamo de tú, parece como si se estableciera una diferencia de edad mucho mayor de la que existe. Además, que te diré que los artistas y las gentes del gran mundo han suprimido ya el usted, ¿y por qué vamos a ser menos nosotros? Yo, al fin y al cabo, soy un artista.
La Codos.—Y yo soy del gran mundo, la baronesa Cazagatos.
Antonio.—¿De acuerdo entonces?
La Codos.—De acuerdo, "don usted".
(Antonio se va a sentar frente a su mesa de trabajo. La chica se sienta en ella.)
Antonio.—¿Qué has hecho hoy? ¿No había fútbol?
La Codos.—No; mañana hay un partido bárbaro... (Corrigiéndose,) Quiero decir que mañana hay una partido muy interesante. Viene uno de esos equipos de tercer orden, que en su pueblo son imbatibles y que cada vez que rompen una pierna dicen que es la furia española.
Antonio.—Te veo muy enterada de los pormenores.
La Codos.—Pues sí, se llega una a interesar, no creas, y, además, Alfredo me ha explicado todos los detalles, ése se sabe el nombre de todos los jugadores y todas las triquiñuelas. Al principio resulta pesado, pero al final ya sabes las intimidades de cada futbolista, menisco incluido.
Antonio. (Se queda contemplando una joya en la que ha estado trabajando.)—¿Qué te parece?
La Codos.—Una verdadera maravilla, y qué suerte haber encontrado todas las perlas del mismo color.
Antonio.—Del mismo oriente se dice, cuando se trata de perlas, del mismo oriente.
La Codos.—Bueno, pero da igual, ¿verdad?
Antonio.—Sí, es lo mismo, pero es mucho más bonito llamarlo oriente, las envuelve en una especie de manto de misterio, en el que andan confundidos los buceadores del océano Indico y los Reyes Magos.
La Codos.—Tienes razón, siempre tienes razón; pero estas perlas, con oriente y todo, si no hubieran pasado por tus manos y no hubieras sabido engarzarlas con estos diamantes y estas esmeraldas, no hubieran sido nada. Pero esta flor que has hecho es más bonita que las de verdad.
Antonio.—Es, por lo menos, más difícil de hacer, me he tenido que valer de todos los medios. Para tener una flor de verdad, echas un granito en la tierra y luego lo riegas, pero mira ésta: las luces de las esmeraldas y de los brillantes cruzan sus fuegos sobre las perlas, y este rubí. "



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