El héroe de las mansardas de Mansard (fragmento)Álvaro Pombo
El héroe de las mansardas de Mansard (fragmento)

"Kus-Kús recorrió su habitación a grandes pasos, una vez solo. No hacía falta disfrazarse esta vez. Esta vez nadie, ninguno de los dos, ni Julián ni él podían hablar de una tercera alternativa entre jugar a esconder a un fugitivo de la justicia y esconder a un fugitivo de la justicia. Kus-Kús recordó el tonillo triunfal de Julián al proponerle el dilema con ocasión del frustrado envenenamiento de Miss Hart. Ahora, pensó, verá que era un dilema improcedente porque… —el chico se detuvo en medio de la habitación, arrebolado por la fuerza de un sentimiento que hubiera sido excesivo, dada su edad, considerar, sin más, soberbia— ahora verá que era una falsa distinción la que él hacía, porque yo estoy jugando… ¡Yo estoy jugando! Si no fuera un estúpido, Julián tendría que agradecerme el haber permanecido siempre fuera de la realidad en cuya aburrida selva tuvo él la osadía de irrumpir, robando, creyéndose enamorado de verdad, de verdad inocente. Estas reflexiones le entretuvieron hasta tarde. Dieron las diez en el reloj del hall. Dieron las once. Recordó que era preciso preparar a tía Eugenia, contar con su consentimiento, si Julián había de ser escondido en las mansardas. Era tarde ya para eso. Julián estaría ya abajo. La casa estaba inmóvil. Tictaqueaba el reloj como un corazón acelerado. Como un corazón victorioso. Como un símbolo de la desaparición de las fronteras de la realidad y del juego. Bajó al portal dejando entreabierta la puerta de la casa. Había en la parte de atrás del portal de aquella casa un como segundo portal que daba acceso directamente a las cocheras. Se bajaba a aquel portal segundo por tres escalones de mármol. Era un lugar siempre oscuro, incluso de día —era el sitio donde se besaban Josefa y Errol Flynn—, y había, en bronce, un gran perro sentado, de ahuecadas cuencas los dos ojos, donde de más pequeño Kus-Kús ponía los veranos dos huesos de cereza. Apoyó, al pasar, la mano sobre la cabeza del perro y, sin poderlo remediar, se abrazó al cuello del animal, dejándose invadir por el escalofrío de aquella fidelidad inmóvil. Abrió la puerta del portal. Llovía todavía. Hueca calle amarillenta solitaria. Julián no estaba. Olía, como si fuera una memoria olfativa, a hierba de aventuras de otro siglo. Olía al mar cercano. Kus-Kús salió a la calle y distinguió en el hueco del escaparate de una tienda el fantasma del fugitivo blanquecino que, al verle salir a él, abandonó su escondrijo y cruzó la calle encharcada precipitadamente. "


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