El cuaderno rojo (fragmento)Benjamin Constant
El cuaderno rojo (fragmento)

"Así que me tragué el opio. No creo que hubiera bastante como para perjudicarme, y como además el señor de Sainte-Croix se abalanzó sobre mí, más de la mitad se cayó al suelo. Todo el mundo se asustó. Me hicieron tomar ácidos para contrarrestar el efecto del opio. Hice todo lo que me pidieron con docilidad, no porque tuviese miedo, sino porque habrían insistido, y me habría resultado molesto resistirme. Cuando digo que no tenía miedo, no es porque supiese que había poco peligro. Yo no conocía en absoluto los efectos que producía el opio, y me los imaginaba mucho más terribles. Pero de acuerdo con mi dilema, me era completamente indiferente el resultado. No obstante, mi docilidad en dejarme suministrar todo aquello que podía impedir el efecto de lo que acababa de hacer, debió de persuadir a los espectadores de que aquella tragedia no tenía nada de serio.
No ha sido la única vez en mi vida que, después de un acto grandioso, me ha fastidiado de repente la solemnidad que habría sido necesaria para mantenerlo, y por puro aburrimiento he deshecho mi propia obra. Después de administrarme todos los remedios que se pensó útiles, se me soltó un pequeño sermón, medio compasivo, medio doctoral, que escuché con aire compungido; Mademoiselle Pourras apareció, pues no estaba presente mientras yo hacía todas aquellas locuras por ella, y tuve la inconsecuente delicadeza de secundar a su madre en sus esfuerzos para que la hija no se diera cuenta de nada. Mademoiselle Pourras iba arreglada para la ópera, donde estrenaban Tarare, de Beaumarchais. Madame Pourras me propuso acompañarlas y acepté, de modo que mi envenenamiento terminó, para que todo acabara siendo tragicómico en aquel asunto, con una velada en la ópera. Estuve incluso muy alegre, ya fuera porque el opio había producido en mí aquel efecto, o, cosa que me parece más probable, porque quisiese olvidar todo lo lúgubre que había pasado y necesitase divertirme.
Al día siguiente, Madame Pourras, que vio la necesidad de poner término a mis extravagancias, tomó como excusa mis cartas a su hija, que fingió no conocer hasta aquel día, y me escribió que había abusado de su confianza al proponer a su hija que se fugase mientras yo era recibido en su casa. Por consiguiente, me anunciaba que no me recibiría más, y para quitarme toda esperanza y todo medio de continuar con mis tentativas, hizo llamar al señor de Charrière, a quien rogó que preguntara a su hija lo que sentía por mí. Con total sinceridad, Mademoiselle Pourras respondió al señor de Charrière que yo jamás le había hablado de amor, que le habían sorprendido mucho mis cartas, que jamás había hecho ni dicho nada que pudiera autorizarme a semejantes proposiciones, que no me amaba en absoluto, que estaba muy contenta con el matrimonio que sus padres proyectaban para ella y que aprobaba encantada todas las decisiones de su madre a mi respecto. El señor de Charrière me contó aquella conversación, añadiendo que, si él hubiera notado en la joven el menor interés por mí, habría intentado inclinar a la madre a mi favor.
Y así terminó la aventura. Aunque no puedo decir que sintiese una gran pena. Había estado obnubilado durante algunos momentos; la irritación ante el obstáculo me había inspirado una especie de obstinación; el miedo a ser obligado a volver con mi padre me había hecho perseverar en una empresa desesperada; mi mala cabeza me había hecho elegir los medios más absurdos, a los que mi timidez había vuelto todavía más absurdos. Pero creo que nunca hubo amor en el fondo de mi corazón. Lo único que sé es que al día siguiente de renunciar a aquel proyecto estaba completamente consolado. "



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