La mujer de Gilles (fragmento)Madeleine Bourdouxhe
La mujer de Gilles (fragmento)

"Elisa ha dejado la bolsa de la compra en el reclinatorio, se ha arrodillado y une las manos. Tiene unas cuantas mujeres delante; y así se queda, esperando. Nunca supo rezar; tras unos instantes muy breves, nota que está distraída, que ya no sabe en qué punto se ha quedado, piensa en una infinidad de cosas menudas que se infiltran entre las palabras, detienen su desfilar, sustituyen a la plegaria sin que se haya percatado de ello. Y, cuando se concentra, desgrana oraciones con el rosario o contando con los dedos, se esfuerza en dejarles en el pensamiento sitio libre a las palabras que pronuncia, le da la impresión de estar realizando una tarea mínima y absorbente que no la satisface. Elisa no es capaz de recogimiento alguno; piensa «Dios» o «Jesús» y, entonces, despacio, se le va abriendo en la mente la imagen de un poder muy grande, confuso y radiante, al que se queda amando varios minutos sin gestos y sin palabras.
Pero hoy la iglesia está llena de gente y de ruidos. Un hombre pasea una escalera del crucifijo al Sagrado Corazón y va velando de morado las imágenes. Al lado de Elisa, alguien está cambiando de sitio las sillas. Muy cerca, se alzan y se responden mutuamente los cuchicheos de las fieles y del sacerdote; si se inclinase un poco hacia delante, podría oír los pecados del prójimo…
Con las manos separadas en el reborde del reclinatorio y la cabeza enderezada, mira a su alrededor: santa Genoveva, muy tiesa en su pedestal de terciopelo rojo, con la larga melena suelta. Se le reza para las dolencias de garganta y los males de melancolía… Santa Margarita, dulce virgen con la cabeza agobiada de pedrerías. Socorre a las mujeres de parto… San Antonio, con hábito de estameña y la doble aureola del pelo y el aro de oro. Ayuda a encontrar las cosas que se han perdido… San Roque, bajando los ojos para mirar a su perro, echado; con una mano se alza un pico de la túnica; con la otra, apuntando con un dedo, se señala en la rodilla al aire la ancha herida de escayola. Cura de los mordiscos de los perros rabiosos… San Cristóbal, que adelanta un pie, bastón en mano, y lleva al niño sentado en el hombro. Se le reza para tener un buen viaje…
Y, para el dolor de Elisa, ¿a quién hay que dirigirse?
Al fondo de la iglesia, en un estrecho pedestal de madera, se yergue, sin flores ni velas, la exigua imagen de un santo cuyo nombre ignora Elisa. Espigado cuerpo adolescente de escayola nacarada delante de un árbol pardo con tres ramas sin hojas. Alza los brazos, unidos en las muñecas, por encima de la cabeza; apenas si roza el suelo con los pies y tan inmaterial parece esa suave carne desnuda que, a no ser por las ataduras que le ciñen las muñecas y los tobillos, diríase que se alza en levitación desde el suelo en una grácil postura. Tiene un rostro hermoso tan resignado, unos ojos tan inundados de tristeza que debe de saber de todos los padecimientos y de todos los amores… Padecimientos internos que lo impregnan tanto que soporta casi sin sufrir, y más bien como un ornato, las trece flechas que le traspasan los hombros, el costado, la sangría de los brazos, las muñecas… penetran en la carne sin que ésta se desgarre ni sangre; no lo hieren, lo melancolizan. "



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