El denario del sueño (fragmento)Marguerite Yourcenar
El denario del sueño (fragmento)

"Mientras tañían las campanas de la tarde, Rosalía, al regresar de la iglesia, recibió de manos de la casera una carta sellada de Palermo. Esperó, para abrirla, a estar encerrada en su cuarto: Paolo Farina le avisaba de que la venta por embargo había tenido lugar tal día, al cuidado del abogado Tal; aquel papel blanco y negro le hizo el efecto de ser su propio recordatorio. Se sentó en la cama, en aquella habitación atestada de ruinas, mirando con sus ojos, de los que ya se alejaban las cosas, al suelo donde los muebles, como restos de un naufragio, parecían flotar: el sillón, cuya razón de ser había desaparecido, puesto que don Ruggero no volvería a sentarse en él; la cama donde Angiola ya no volvería a acostarse. Rosalía se había resignado a todas estas pérdidas a fuerza de desesperar, pero creía poder recordar Gemara como algo seguro. Casi se había hecho a la idea de no volver por allí con tal de que, en febrero, cuando llovía en Roma, ella pudiese imaginar la presencia del sol en aquellas terrazas de piedra. Por fin comprendía vagamente a la manera de los que piensan con el corazón, que aquella propiedad ya no estaba situada a unos centenares de leguas, sino a varios años de distancia: la casa era su pasado. La demolición de Gemara sólo tendría lugar en su corazón, pues las piedras no sienten el pico y el padre era demasiado viejo para sufrir; Angiola ya no pensaba para nada en ello. Un molinero enriquecido tenía derecho a derribar Gemara puesto que los de la familia, si es que volvían allí, no serían reconocidos ni siquiera por el espejo. Ella misma, sin saberlo, había derribado veinte veces, para volver a levantarlos después, aquellos viejos muros: el Gemara lujoso que deseaba para su hermana, el Gemara principesco que anhelaba para su padre, para resarcirle de los desdenes de la gente rica, nada tenían que ver con la vivienda de su infancia; ya no existía, ni siquiera dentro de ella, donde los sueños adulteraban los recuerdos. Más aún, aquel desastre no la afectaba por entero: un trozo de espejo roto, encima de la cama, le devolvía la imagen de alguien que no deseaba más que seguir guisando en la cocina y vendiendo cirios, con tal de que la dejaran tranquila. La oscuridad la liberaba poco a poco de aquella extraña que no era sino ella misma. Dio unos pasos por su habitación, cuyas paredes ya no la protegían del vacío. Sin asombro, como si hubiese constatado una necesidad cualquiera de su carne, sintió de repente que tenía ganas de morir.
Herida por la desgracia como por un comienzo de asfixia, abrió la ventana bruscamente. El ruido de Roma, hecho de idas y venidas invisibles en aquella calle no muy transitada, rompió sobre ella como una ola. Sintió frio, aunque la pesadez del aire anunciaba ya el verano. Una serie de balconcillos desiguales formaba, junto con los salientes del tejado, otros tantos jardincillos ralos que las vecinas, con bigudíes y camisola, regaban distraídamente por las noches. Tres pisos más abajo, en el patio de una casa contigua, una mujer a la que se veía de espaldas, echaba de comer a las palomas; sus brazos cubiertos de alas recordaron vagamente a Rosalía los del pequeño ídolo de barro que habían encontrado, medio roto, enterrado en el jardín de Sicilia. "



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