Fuego en Casabindo (fragmento)Héctor Tizón
Fuego en Casabindo (fragmento)

"Las luces de las fogatas, opacadas por la niebla, al anochecer, se distinguían desde mucha distancia. Eran varias las fogatas que en ese angosto faldeo, reparado por una alta barranca, parecían danzar o flotar, tironea­das para aquí y para allá por ráfagas de vien­to, virazones helados que nacían rodando de las cumbres del noroeste y recorrían las este­pas hasta perder el aliento, lejos. Varias do­cenas de soldados, en adelante veteranos, ca­lientes todavía los huesos, los músculos y el entusiasmo, habían salido a buscar los pobres combustibles de la región, yaretas cuya resina coloreaba las llamas de azules y ama­rillos, iros secos que sirvieron de yesqueros para hacerlas nacer.
El Quebradeño Álvarez, como todo guerrero, sabía que luego de la refriega se hacía ne­cesaria la meditación y para ello nada mejor que contemplar el fuego, así el fantasma de las llamas se tragaba las crueldades, los mie­dos, las euforias por seguir peleando que ata­ca a los hombres que sintieron tan cerca vida y muerte. Dio esas órdenes, sin gritos estentóreos. Él mismo, luego de una breve caminata por entre la tropa acampada, abri­gado en un poncho blanco endurecido por la llovizna y el sudor, no acababa de recapitular los hechos, ahora que, sentado sobre una pie­dra garrapateaba el parte de batalla dirigido al Gobernador: "... desde este momento se em­peñó un combate cuerpo a cuerpo entre nues­tros valientes soldados y los no menos bravos indígenas" —¿indígenas?, esta palabra lo ha­bía sumido un momento en dudas, la había escrito en principio, de corrido, luego la bo­rroneó, pensó en "pobladores" y en "nativos", también "compatriotas" se le vino a la men­te, pero después, sobre la tachadura, volvió a escribir igual— "de la puna que, sin tener quién los dirija por haber huido cobardemente —también trepidó aquí, miró unos instantes las dé­biles llamas— al principio del combate, se ba­tían cada uno por su cuenta pero con un valor individual superior a todo elogio y digno de mejor causa".
El cirujano de la división, remangado a pesar del frío, con un espeso mechón de pelos cenicientos en la frente y una vasija con yo­do y agua de quebrantahuesos en la mano, atendía en silencio a los heridos propios y a los prisioneros. Serían las nueve de la noche y la nieve caía como un párpado entorpecido por el sueño.
Pero las fogatas también serían para indicar a los rezagados el punto de reunión. Ellas y las clarinadas y el ronco y largo sonar de los erkenchos en esa noche plana y fría que de pronto se hizo como una tregua de Dios para amortiguar las ganas y los odios, los resentimientos, para hacer admisible la derrota y para meditar desganadamente so­bre el triunfo. "



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