El caldero de oro (fragmento)José María Merino
El caldero de oro (fragmento)

"Yo me había detenido un poco más allá de la puerta del corredor y observaba la huerta, en el mismo punto en que, de niño (era un lugar sombrío; corría siempre allí, gracias al pasillo, una suave brisa), me sentaba a leer los tebeos, después de comer.
Acaso una paloma atravesaba volando el arco de las rosas y el cachorro de la Gilda, aquel que atropelló un coche, lamía el agua del charquito, al pie de la fuente, y el gato recorría el muro lentamente, justo por encima del portalón, dando breves latigazos con su rabo, al acecho de una presa invisible, resplandeciente su pelo en el filo del contraluz.
El esplendor soleado de la hora se escurría por entre las hojas de los árboles haciendo resaltar aún más las penumbras de la enramada, tiñendo tu figura y la de la abuela de una suave opacidad. También el cuerpo de Olvido se entreveraba de luces y de sombras y sólo un rayo aislado, relumbrando en el puchero que ella sostenía, anunciaba su presencia, parada junto a la mesa. Otros rayos se esparcían sobre el hule como flores, y el suave meneo de las ramas les obligaba a una danza, a un vaivén luminoso. La abuela sorbía su manzanilla con aplicado ensimismamiento. Tú revolvías el café con enérgico meneo, y el tintineo de la cucharilla resaltaba sobre los rumores suaves: el zureo de las palomas, el chorrito de la fuente.
Sin embargo, ninguna luminosidad ahora: sólo la noche, los árboles desnudos de ramaje, el brillo aterciopelado de la humedad. Aquellas sobremesas luminosas han desaparecido para siempre, aquella paz olorosa y redonda, aquel enardecimiento del mediodía sobre la loza, a través de las hojas, aquel piar de pájaros.
Por un momento, me había imaginado tu presencia. Te vi como una figura real, solo y quieto allí entre los residuos sin rescoldo de unos tiempos cálidos y enteros. Aquella equivocada impresión me trajo también, con tu recuerdo, el sabor de un añejo y olvidado remordimiento. Porque me tienes que perdonar, abuelo, pero tu figura, que irradiaba para mí, cuando niño y adolescente, un aura luminosa, acabó apagando sus brillos y sus fulgores, hasta perder incluso sus contornos y emborronarse en las páginas más perdidas de la memoria.
Cuando lo pensaba, creía que aquel apagón había culminado las presiones indirectas de mi casa, el entorno reticente de mi familia: mi padre, que te evocaba con sarcástica ambigüedad; mi abuela, cuya silenciosa hostilidad hacia ti se convertía, a mis efectos, en una sutil discriminación frente a mis hermanos, traducida en aminoraciones cuando la propina, en curiosos olvidos cuando los regalos, en comentarios más severos si eran mis notas las peores (pero quizá Alfonso iba también mal en Física, o a Marcelo le habían cateado las Matemáticas, y entonces todo era exculpar a los pobrecines...). Hasta mis hermanos te eran desafectos. Y aunque a mí los cincuenta duros me quitasen entonces toda conciencia crítica, he comprendido luego cómo les disgustaba que te acordases sólo del día de mi cumpleaños.
Pero lo cierto es que, si la disposición de toda la casa parecía adversa a las visitas que yo te hacía, nunca estorbaron que te fuese a ver. Y mamá me daba siempre recuerdos para ti. "



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