Un superviviente (fragmento)Moriz Scheyer
Un superviviente (fragmento)

"Exactamente ocho días después de haber abandonado París llegamos por fin a Poitiers. El señor C., que nos había llevado en su automóvil, se separó allí de nosotros. Queríamos llegar a Albi pasando por Burdeos.
La estación de ferrocarril estaba cerrada; pero se rumoreaba que a la mañana siguiente sobre las cinco tal vez habría otro tren con destino a Burdeos. Desde nuestra salida de París un total de seis personas habíamos pasado todas las noches en un pequeño automóvil, así que una cama habría sido el colmo de nuestros deseos. Pero en Poitiers era imposible encontrar un alojamiento. Por ello nos quedamos toda la noche en la plaza situada frente a la estación, que finalmente abrió a las cuatro. A las cinco tuvo lugar un bombardeo, justo cuando ya nos encontrábamos dentro de un vagón terriblemente abarrotado. Una hora más tarde partimos.
En lugar de las seis horas habituales, el viaje duró treinta y seis. Ya no teníamos nada de comer ni de beber y en las estaciones era imposible encontrar algo. Cada vez que el tren se detenía a mitad del trayecto, todo el mundo se peleaba por alcanzar las granjas más cercanas para, con suerte, poder hacerse con algo. La mayoría de los granjeros se resistían y solo tras largas súplicas accedían a vendernos algo a precio de oro. Recuerdo a uno que nos pidió diez francos por llenarnos una botella de agua.
Finalmente llegamos a Burdeos. Hacía un calor infernal. En los muros se veían carteles que anunciaban un concierto del tenor Thill. Música, personas que iban a conciertos, ¿es que todavía existía algo así?
No podíamos más de agotamiento. Pero ¿dónde íbamos a encontrar un techo para pasar la noche? Nos indicaron el centro de acogida en Quai de la Patugade. El centro consistía en unos cientos de jergones de paja en los sótanos de un almacén. Nos dieron un plato de sopa y un pedazo de pan. Luego caímos desfallecidos en los jergones.
A las cuatro de la madrugada nos despertaron las alarmas, las explosiones, los bombardeos. Una hora más tarde nos encontrábamos de nuevo en la calle, de vuelta a la estación, que estaba rodeada de una tupida muchedumbre.
Tardamos dos horas en abrirnos paso hasta el vestíbulo. ¿Un tren a Toulouse? Tal vez sí, tal vez no. Finalmente a las cuatro de la tarde hace su entrada un tren vacío. Un violento tumulto. Ahora nuestra mayor preocupación es no perdernos de vista. Tenemos suerte: una avalancha nos catapulta a los tres en el furgón de los equipajes. Hacia el atardecer el tren se pone en marcha. Pero no con destino a Toulouse, sino a Bayona.
Toulouse, Bayona, ya todo nos daba igual. Solo queríamos escapar de los alemanes. Y llegar a algún lugar para no tener que proseguir el viaje de inmediato. Tal vez poder lavarnos, cambiarnos de ropa…
Ya entrada la noche nos sacaron de los vagones en Dax y nos llevaron en autobuses al campo de refugiados de Basta-les-Forges, que se encontraba a unos diez kilómetros. Parecía que nuestro sueño fuera a cumplirse. Podíamos permanecer allí. El campo estaba compuesto de barracones con unas sesenta plazas cada uno. Había colchones con mantas. Una tubería con agua. Otro barracón que hacía las veces de comedor. Y no lo olvidemos: retretes cubiertos y separados.
Éramos casi felices. "



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