Thérèse Raquin (fragmento)Emile Zola
Thérèse Raquin (fragmento)

"Se había repantigado en el banco de popa, con ambos codos en el filo de la barca, y se contoneaba con fanfarro­nería. Thérèse le lanzó una singular mirada; las risotadas de aquel pobre hombre fueron como un trallazo que la espoleó y la puso en marcha. Saltó de pronto dentro de la barca. Se quedó a proa. Laurent empuñó los remos y la embarcación se apartó de la orilla y enderezó despacio el rumbo hacia las islas.
Llegaba el crepúsculo. Grandes sombras bajaban de los árboles y las orillas del agua eran negras. En el centro del río, había anchos rastros de pálida plata. No tardó la barca en estar en plena corriente del Sena. Se oían allí, suaviza­dos, todos los ruidos de los muelles; las canciones y los gritos llegaban, inconcretos y melancólicos, con triste lan­guidez. No se notaba ya olor a pescado frito ni a polvo. Rondaban ráfagas frescas. Hacía frío.
Laurent dejó de remar y permitió que la barca siguiese el hilo de la corriente.
Enfrente se alzaba la gran mole rojiza de las islas. Ambas orillas, de un tono pardo oscuro salpicado de gris, eran como dos anchas franjas que se unían en el horizonte. El agua y el cielo parecían del mismo paño blanquecino. Nada hay más dolorosamente apacible que un crepúsculo de otoño. Los rayos de luz palidecen en el aire estremeci­do, las hojas se desprenden de los envejecidos árboles. El campo, que abrasaron los ardientes rayos del verano, nota que llega la muerte junto con los primeros vientos fríos. Y hay, en los cielos, quejumbrosos hálitos de desesperanza. La noche baja desde las alturas y trae, en su sombra, mor­tajas.
Los excursionistas callaban sentados en el fondo de la barca, que avanzaba con la corriente, miraban cómo las últimas luces se iban de las ramas altas. Se estaban acercando a las islas. Las grandes moles rojizas iban oscureciéndo­se; el crepúsculo simplificaba todo el paisaje; el Sena, el cielo, las islas, los altozanos no eran ya sino manchas par­das y grises que se difuminaban entre una niebla lechosa.
Camille, que había acabado por tenderse bocabajo, sacando la cabeza para mirar el agua, metió las manos en el río.
[...]
Laurent no respondió. Llevaba unos momentos miran­do, muy intranquilo, ambas orillas; adelantaba las mana­zas, apoyándolas en las rodillas, con los labios apretados. Thérèse, rígida, inmóvil, con la cabeza un poco echada hacia atrás, esperaba.
La barca estaba a punto de internarse en un brazo pequeño, oscuro y estrecho, que se adentraba entre dos islas. Detrás de una de ellas, se oían, mitigadas, las cancio­nes de un equipo de remeros que debían de subir por el Sena a contracorriente. A lo lejos, aguas arriba, el río esta­ba despejado. "



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