La casa de la alegría (fragmento)Edith Wharton
La casa de la alegría (fragmento)

"La brusca liberación de sus temores devolvió a Lily una lucidez inmediata. El derrumbamiento de Trenor le entregó el control y se oyó a sí misma pedirle, con una voz que era la suya, pero desconocida al mismo tiempo, que llamara al criado y le ordenara avisar a un coche de punto y acompañarla hasta él cuando llegara. No sabía de dónde sacó las fuerzas, pero una voz insistente le advertía de que debía irse sin ocultarse y le dio ánimos para intercambiar unas palabras superficiales con Trenor en el vestíbulo, delante del criado, y pedirle que transmitiera a Judy los mensajes habituales, mientras por dentro temblaba de furia. Una vez en el umbral, con la calle delante, experimentó una intensa sensación de libertad, embriagadora como la primera bocanada de aire del prisionero, pero no perdió la claridad mental: reparó en el aspecto desierto de la Quinta Avenida, adivinó lo tarde que era e incluso observó una figura masculina -¿no había algo familiar en aquel perfil?- que, cuando ella entró en el coche, dio la vuelta a la esquina y desapareció en la oscuridad de la calle transversal.
Sin embargo, el traqueteo de las ruedas la hizo reaccionar y las tinieblas se cernieron sobre ella. «No puedo pensar... no puedo pensar», gimió, apoyando la cabeza contra el tambaleante costado del coche. Era como si no se conociera o, mejor dicho, existían en ella dos personas, la de siempre y una nueva y odiosa a la que se encontraba encadenada. Una vez había visto, en una casa donde estaba de visita, una traducción de Las euménides, y en su imaginación había quedado grabada la escena de terror en que Orestes, en la cueva del oráculo, encuentra dormidas a sus implacables perseguidoras y puede tomarse una hora de descanso. Sí, las Furias dormían a veces, pero siempre estaban allí, acechando en los rincones oscuros, y ahora se habían despertado y el sonido férreo de sus alas martilleaba en el cerebro de Lily... Abrió los ojos y vio pasar las calles... las familiares y desconocidas calles. Todo lo que veía era familiar, pero en cierto modo había cambiado. Existía un abismo entre el hoy y el ayer. Todo lo pasado se le antojó sencillo, natural, impregnado por la luz del día, y ahora estaba sola en un lugar de oscuridad y contaminación. ¡Sola! Era la soledad lo que la asustaba. Su mirada se posó en un reloj iluminado en una esquina y vio que las manecillas señalaban las once y media. Sólo las once y media: ¡aún quedaban horas y horas de noche! Y tendría que pasarlas sola, temblando despierta en su cama. Su naturaleza mimada se rebelaba contra semejante tormento: no conocía el menor estímulo de lucha que la animara a hacerle frente. ¡Oh, el lento y frío goteo de los minutos! Se vio a sí misma acostada en la cama de nogal negro: la oscuridad la asustaría y, si dejaba la luz encendida, los deprimentes pormenores de la habitación se grabarían para siempre en su cerebro. Siempre había detestado su dormitorio en casa de la señora Peniston: su fealdad, su impersonalidad, el hecho de que nada en él fuera realmente suyo. Para un corazón herido, carente del consuelo del contacto humano, una habitación puede abrir unos brazos casi humanos y la persona para quien no existen cuatro paredes más queridas que las otras es, en semejantes momentos, un apátrida en todo el mundo. "



El Poder de la Palabra
epdlp.com