Estaciones del laberinto (fragmento)Lluís Duch
Estaciones del laberinto (fragmento)

"Es con temor y temblor que abordo este último apartado de la exposición que, al propio tiempo, será la conclusión de la misma. En el momento presente, la crisis de lo humano acostumbra a percibirse y vivirse como un desmantelamiento de las orientaciones y seguridades ofrecidas por las antiguas transmisiones, las cuales, por regla general, eran las instancias que permitían que el ser humano fuera debidamente acogido y reconocido. Hace ya algunos años, Alfred Schütz, con enorme perspicacia, puso de relieve que ese desmantelamiento se fragua como consecuencia directa de la fractura de la confianza en las sociedades modernas.30 En donde no hay confianza, los procesos de transmisión se tornan irrelevantes, superfluos y, por lo general, provocan actitudes que van desde la indiferencia y la desorientación hasta la desesperación. Además, como señala Niklas Luhmann, la confianza, porque actúa como un potente factor teodiceico, ayuda a reducir la complejidad que, inevitablemente, en la cultura actual, se origina a partir de la misma convivencia humana y, a partir de aquí, conduce a hombres y mujeres a la búsqueda de sentido en un clima de reconciliación. Por todo ello puede afirmarse que la confianza es un factor imprescindible en las praxis de dominación de la contingencia que son propias de las transmisiones que llevan a cabo las «estructuras de acogida».31 A mi modo de entender, a nivel religioso, escolar, político, una pedagogía que no se base y, al propio tiempo, no genere confianza es una contradictio in terminis. En efecto, la desconfianza constituye el reclamo más eficaz, activo y potente contra lo que se transmite en un momento determinado, ya que entonces se acostumbran a identificar las transmisiones con el engaño, los intereses creados y la opacidad moral. Debe tenerse en cuenta que –particularmente en tiempos de crisis globales de la sociedad, con el consiguiente quebranto o, al menos, con la profunda debilitación del vínculo social que implican– quienes son auténticos generadores de confianza son los testimonios, es decir, aquéllos y aquéllas, hombres y mujeres, que son capaces de ofrecer a través de su propio vivir cotidiano, a menudo en la resistencia a los «sistemas de la moda» imperantes, algo de luz en medio de las opacidades, perplejidades e inconsistencias del mundo de su entorno. En este sentido, creo que el pedagogo como testimonio debería subrayar intensamente un rasgo muy significativo. Me refiero al carácter sapiencial de su misión. En todas las culturas humanas, el sabio –no debe confundirse con el erudito– es el personaje característico de los momentos de crisis globales de la sociedad, que aparece, sobre todo, cuando los sistemas sociales de una determinada sociedad se muestran incapaces para conferir orientación expresiva y axiológica a los miembros de esa sociedad. La misión del sabio no consiste en formular sistemas globales de carácter político, religioso o cultural, sino que limita su misión a ofrecer soluciones puntuales y enmarcadas en un aquí y ahora muy concreto a quienes a él acuden para «solucionar» sus problemas. A menudo, el sabio es un «transgresor» en el sentido más literal de este término, porque va «más allá» de los interrogantes y, sobre todo, de las respuestas que, en aquel momento, ofrecen los «sistemas oficiales». En este sentido, el sabio es un transgresor correcto: a través del caso particular que tiene entre manos, con claridad se ha dado cuenta de los límites e, incluso, de la perversión de los sistemas oficiales y de las soluciones que éstos ofrecen, y, por eso, osa proponer a la persona que a él se dirige en demanda de ayuda una salida a su situación que puede encontrarse en franca oposición a la oficialmente sancionada. Por eso el sabio, junto a su labor testimonial, es también un terapeuta del tiempo y el espacio de él mismo y, después, de quienes en él confían o a él se dirigen. El sabio no se sitúa fuera de la tradición en la que se halla ubicado, sino que, por el contrario, es el encargado de apalabrar de nuevo la realidad, de otorgar nuevo vigor a las antiguas palabras, de recrear las antiguas tradiciones (función del transmittere) en un aquí y ahora muy concretos, de desechar lo que inevitablemente deviene caduco a causa del paso envejecedor y, a menudo incluso, envilecedor del tiempo. Porque es sensible a las necesidades de todo tipo de su tiempo, el sabio –y creo que eso precisamente también debería ser el pedagogo– es el representante idóneo de las continuidades en las discontinuidades, es decir, de la tradición como recreación. Conviene subrayar el hecho de que el sabio lo es porque inspira confianza; una confianza no fundamentada en el marketing o la seducción, sino en la transparencia testimonial de su propia existencia. No se trata, por consiguiente, de vencer, sino de convencer. "


El Poder de la Palabra
epdlp.com