En la ciudad sumergida (fragmento)José Carlos Llop
En la ciudad sumergida (fragmento)

"Durante varios años acompañé a mi madre al mercado. Durante varios años soñé que acompañaba a mi madre al mercado. Ambas cosas son distintas, no tanto porque una ocurriera y la otra la soñara —que es otra forma de ocurrir—, sino porque el mercado real y el mercado del sueño eran distintos. Uno era el mercado del Olivar, que es el mercado central de Palma. El otro parecía un zoco de El Cairo o un gueto centroeuropeo formado por casetas de madera con amplios aleros que filtraban el paso de la luz solar y donde los alimentos —de verduras a animales vivos— se combinaban con puestos de feriantes: nubes de algodón, tiro al plato, zíngaras echando las cartas.
En aquel sueño —que me ha visitado durante años— mi madre y yo entrábamos en el mercado por una esquina de la plaza Mayor. Siempre la misma esquina, donde hubo una peña taurina. Tras ella —en la realidad, no en su doble soñado— quedaban los payeses que bajaban a la ciudad los sábados, robustos y rudos, de gruesas manos, corta estatura y rostros enrojecidos, como personajes de Hogarth sin peluca ni casaca. Los payeses movían los dedos de sus manos haciendo extraños signos cabalísticos. Cuando le pregunté, mi madre me respondió que aquellos signos pertenecían al lenguaje de las subastas. De grano, animales, almendras, olivas o algarrobas, según la época. Recuerdo que al movimiento de manos —rodeando en ocasiones fajos de billetes— le acompañaban gestos faciales, sonidos guturales, rostros serios, risotadas o blasfemias a veces. Muy cerca pululaban mujeres solas con bolso tambaleante, vestidos ceñidos y cigarrillos en los labios, muy rojos. Recuerdo que el pelo de esas mujeres nunca era bonito y que sus pantorrillas eran muy musculosas, como de ciclista. Algunos payeses, tras el trato, se separaban del círculo comerciante e iban en su busca. En busca de las mujeres, que hablaban una lengua distinta a la de los payeses. Al fondo, la noble fachada del hostal Perú, con su largo mirador de madera, sus faroles de latón y sus letras doradas sobre cristal negro. El hostal Perú, donde antes de los veinte años me inventé que habían pasado una noche tormentosa Natasha Rambova y su marido, el gran Rodolfo Valentino, durante una de sus estancias palmesanas.
Pero regreso al sueño, porque este pasaje no le pertenece. En aquel sueño —donde los payeses y las prostitutas, el hostal Perú y la tertulia taurina, la Rambova y Valentino, tan reales, nunca aparecieron— mi madre y yo nos introducíamos en el mercado entre los haces de polvorienta luz solar que se filtraban a través de las tablas y la oscuridad del suelo, donde se podía pisar cualquier cosa. Digo introducir y no entrar porque la sensación —siempre por la misma esquina, siempre bajo la mirada de un hombre con aspecto de jenízaro— era idéntica a introducirse en un laberinto. La atmósfera de los pasillos era espesa y de un color canela muy uniforme. La madera de las casetas era del mismo color. De vez en cuando se llegaba a un cruce por donde sí entraba el sol formando una plazoleta de luz. No había pescado en aquel mercado. Nunca había pescado y tampoco mi madre hacía la compra en él. Sólo deambulábamos, como a la búsqueda de algo que no llegábamos a encontrar. Pero la frecuente presencia de aquel sueño, ya de adulto, me hacía pensar en ciudades desconocidas —El Cairo, Fez o un barrio judío pintado por Chagall— de manera parecida a cuando soñamos con alguien que ha muerto hace ya tiempo. Como si nos visitara en un territorio neutral, único posible de encuentro para ambos. Los sueños son a menudo el desagüe de la realidad. Pero ¿y al revés?
Hace muy pocos años —tres o cuatro, tal vez— se publicó un libro más de esos que se editan cíclicamente en todas las ciudades con fotografías de la Palma que fue (yo mismo publiqué uno en 1990). En una de ellas se ve el viejo mercado de la plaza Mayor, del que desconocía por completo su existencia. Sabía del antiguo mercado de la plaza que lleva su nombre, junto a Can Berga, que, junto al nombre de Ca La Gran Cristiana, parecen apelativos de Malta, Venecia o Corfú. Y creía que El Olivar —al que durante varios años acompañé a mi madre— había sido su sustituto. No recuerdo que nadie me hablara de un mercado en la plaza Mayor. Recuerdo los jardines de esa plaza, la fuente central y la parada de taxis —como cabs londinenses en miniatura y disfrazados de cebra— a su alrededor. Pero no un mercado y mucho menos un mercado hecho de largas casetas de madera, con telas y esteras de esparto cubriendo sus pasillos, como en un zoco o un gueto centroeuropeo, que era el que aparecía en la fotografía. Tan parecido al del sueño que tuve durante años y que dejé de tener el día en que la vi en ese libro por primera vez. Nunca más he vuelto a soñar que iba a ese mercado donde mi madre y yo nos reuníamos de madrugada, mientras los demás duermen. "



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